Una percepción generalizada en la sociedad sobre la guerra en contra del narcotráfico indica que es muy claro que esa guerra se ha convertido en una guerra en contra de la sociedad en su conjunto. No hay otro modo de verlo. Lo que nuestros generales llaman bajas o daños colaterales” es una gringada inventada para justificar las atrocidades que algunos militares cometen en contra de la sociedad. Esa llamada “guerra” es ya, en sí misma, un problema atroz para todos nosotros. Se ha sustituido otra gringada como lo es la guerra en contra del terrorismo en un concepto que niega no sólo el estado de derecho en nuestro país, sino la misma idea de la convivencia y de la vida social. Los narcos no son marcianos. Muchos podrán ser extranjeros, pero son casi todos mexicanos.
En todo caso, es un concepto arraigado en la mente de los gobernantes panistas muy desafortunado. Los delincuentes mexicanos deben ser punidos por la ley porque son infractores de la misma. No se trata, empero, de una “guerra”. Ésta se da contra enemigos de la nación y en los disturbios internos que contempla el artículo 29 constitucional no se trata de una guerra, sino de la represión o la punición de actos que van en contra del orden establecido y de la legalidad. Toda proclamada “guerra” en contra de delincuentes mexicanos (aunque, hoy por hoy, sean los reyes del narcotráfico internacional), como lo ha hecho Felipe Calderón, es una declaración franca y abierta de guerra civil.
Eso es lo que estamos viviendo, una verdadera guerra civil y, lo que es peor, sin una causa política que sea identificable. La acción represiva y correccional del Estado no es una guerra sino una acción de gobierno. Cuesta trabajo advertirlo, porque se nos han olvidado los principios fundadores del derecho penal moderno a los que nos debemos institucionalmente. Vivimos una guerra civil declarada por el Estado gobernado por los panistas a la que se han prestado alegremente nuestras fuerzas armadas. Muchos funcionarios, incluso, se alegran de que haya tantas muertes. Después de todo, dicen, los narcos se están matando entre ellos. Los hechos muestran que no es así y que la mayoría de los muertos son inocentes.
Con nuestros militares tenemos varios graves problemas. En primer lugar, sólo sus oficialidades forman lo que más se parece a un esprit de corp, lo que quiere decir conciencia de pertenecer a un organismo especial, pero no así la tropa. Ésta está formada, como lo ha señalado con atingencia el joven investigador Raúl Benítez, por individuos de muy baja escolaridad y de muy rústica formación cultural. Él ha encontrado que la mayoría de sus elementos entran al Ejército para hacer ahorros y luego emigrar como trabajadores a Estados Unidos. Muchos se enrolan en las filas de la delincuencia organizada; pero no son una mayoría. Eso es una creencia que debe corregirse.
Yo me inclino a pensar que esa no es una situación general. No creo que lo sea en la Marina ni en la Fuerza Aérea. En ellas se hacen especialidades que forman oficios más sofisticados que el mero uso de las armas. Pero en el ejército de tierra la situación prevaleciente se da como un ente informe que tiene cabeza pero un cuerpo fluido y sin contextura. Una cabeza, los mandos militares, que no cuentan con una fuerza permanente, sino una especie de canal por el que pasan continuamente hombres y mujeres que no aspiran de verdad a ser militares de carrera, sino que buscan sólo una ocupación ocasional.
Hubo una época en nuestra historia, durante la Revolución y las tres décadas que le siguieron, en la que nuestros militares eran, a la vez, los mejores políticos del país. Tal vez fue porque ninguno de ellos era militar de carrera sino políticos civiles que tuvieron que meterse a militares. Pero hoy, con un Ejército sometido a las autoridades civiles, aunque sólo sus comandantes puedan ejercer los ministerios de gobierno de las fuerzas armadas (indebidamente, por cierto), se muestra cada vez más que nuestros militares, de política, no saben mucho.
La demanda del general Galván de un marco jurídico que regule la participación de los militares en el combate al narcotráfico es ociosa por sí misma, pues ese marco ya existe, sólo que, por principio, no contempla esa participación porque el Ejército no está hecho para ese tipo de lucha. Se ha dicho hasta el cansancio y, la verdad sea dicha, el verdadero interés de los generales es que no haya modo de juzgarlos en el futuro por las violaciones a los derechos humanos y a la Constitución y sus leyes en sus operativos en contra del crimen organizado.
Menos mal que comienzan a aceptar que los militares infractores del orden jurídico deben ser juzgados por jueces naturales, vale decir, civiles, y que el fuero de guerra, como se le llama, debe circunscribirse exclusivamente a faltas en contra de la disciplina militar. La demanda generalizada de la sociedad en el sentido de que los militares deben volver a sus cuarteles y dedicarse sólo a las tareas que la Constitución y el derecho les asignan ha encontrado eco en el Senado, que se ha declarado, primero, porque en sesenta días se retiren los soldados de las calles y de los pueblos y, luego, que ello ocurra en no más de treinta. El hecho patente es que desde que se aparecen los militares en algún lugar comienza la carnicería de civiles que se presumen inocentes.
Si el espíritu institucional de las fuerzas armadas se diera no únicamente como devoción al titular del Ejecutivo sino, y sobre todo, a las instituciones de la República, el general Galván no debería temer que en el futuro se juzgue a sus colegas por los delitos en que hoy puedan incurrir, sino más bien a que se les involucre en una batalla que no es de ellos y, lo que es peor, está corrompiendo y degradando a nuestro instituto armado. Claro que no pueden hacer a menos obedecer al jefe supremo de las fuerzas armadas en cuanto éste les ordena entrar en operativos en contra de la delincuencia organizada; pero podrían mostrar su desacuerdo, en caso de que se diera, y el mismo Presidente estaría obligado a atenderlos.
La Revolución Mexicana nos heredó la idea que luego se arraigó en la conciencia ciudadana de que el nuestro había dejado de ser un ejército de casta para convertirse en un ejército del pueblo, de ciudadanos armados, como decía el general Cárdenas. Para todos fue un orgullo ver marchar en los desfiles a nuestros soldados y a nuestros marinos y, fuera de eso, no se les veía más que en los cuarteles o los campos militares. Hoy esa percepción se ha tornado algo de verdad lastimoso. Ahora nos aterrorizan cuando nos los encontramos en las calles o las carreteras. Y es de eso de lo que los generales deberían estar preocupados, no de ser juzgados por sus delitos en el futuro.
En todo caso, es un concepto arraigado en la mente de los gobernantes panistas muy desafortunado. Los delincuentes mexicanos deben ser punidos por la ley porque son infractores de la misma. No se trata, empero, de una “guerra”. Ésta se da contra enemigos de la nación y en los disturbios internos que contempla el artículo 29 constitucional no se trata de una guerra, sino de la represión o la punición de actos que van en contra del orden establecido y de la legalidad. Toda proclamada “guerra” en contra de delincuentes mexicanos (aunque, hoy por hoy, sean los reyes del narcotráfico internacional), como lo ha hecho Felipe Calderón, es una declaración franca y abierta de guerra civil.
Eso es lo que estamos viviendo, una verdadera guerra civil y, lo que es peor, sin una causa política que sea identificable. La acción represiva y correccional del Estado no es una guerra sino una acción de gobierno. Cuesta trabajo advertirlo, porque se nos han olvidado los principios fundadores del derecho penal moderno a los que nos debemos institucionalmente. Vivimos una guerra civil declarada por el Estado gobernado por los panistas a la que se han prestado alegremente nuestras fuerzas armadas. Muchos funcionarios, incluso, se alegran de que haya tantas muertes. Después de todo, dicen, los narcos se están matando entre ellos. Los hechos muestran que no es así y que la mayoría de los muertos son inocentes.
Con nuestros militares tenemos varios graves problemas. En primer lugar, sólo sus oficialidades forman lo que más se parece a un esprit de corp, lo que quiere decir conciencia de pertenecer a un organismo especial, pero no así la tropa. Ésta está formada, como lo ha señalado con atingencia el joven investigador Raúl Benítez, por individuos de muy baja escolaridad y de muy rústica formación cultural. Él ha encontrado que la mayoría de sus elementos entran al Ejército para hacer ahorros y luego emigrar como trabajadores a Estados Unidos. Muchos se enrolan en las filas de la delincuencia organizada; pero no son una mayoría. Eso es una creencia que debe corregirse.
Yo me inclino a pensar que esa no es una situación general. No creo que lo sea en la Marina ni en la Fuerza Aérea. En ellas se hacen especialidades que forman oficios más sofisticados que el mero uso de las armas. Pero en el ejército de tierra la situación prevaleciente se da como un ente informe que tiene cabeza pero un cuerpo fluido y sin contextura. Una cabeza, los mandos militares, que no cuentan con una fuerza permanente, sino una especie de canal por el que pasan continuamente hombres y mujeres que no aspiran de verdad a ser militares de carrera, sino que buscan sólo una ocupación ocasional.
Hubo una época en nuestra historia, durante la Revolución y las tres décadas que le siguieron, en la que nuestros militares eran, a la vez, los mejores políticos del país. Tal vez fue porque ninguno de ellos era militar de carrera sino políticos civiles que tuvieron que meterse a militares. Pero hoy, con un Ejército sometido a las autoridades civiles, aunque sólo sus comandantes puedan ejercer los ministerios de gobierno de las fuerzas armadas (indebidamente, por cierto), se muestra cada vez más que nuestros militares, de política, no saben mucho.
La demanda del general Galván de un marco jurídico que regule la participación de los militares en el combate al narcotráfico es ociosa por sí misma, pues ese marco ya existe, sólo que, por principio, no contempla esa participación porque el Ejército no está hecho para ese tipo de lucha. Se ha dicho hasta el cansancio y, la verdad sea dicha, el verdadero interés de los generales es que no haya modo de juzgarlos en el futuro por las violaciones a los derechos humanos y a la Constitución y sus leyes en sus operativos en contra del crimen organizado.
Menos mal que comienzan a aceptar que los militares infractores del orden jurídico deben ser juzgados por jueces naturales, vale decir, civiles, y que el fuero de guerra, como se le llama, debe circunscribirse exclusivamente a faltas en contra de la disciplina militar. La demanda generalizada de la sociedad en el sentido de que los militares deben volver a sus cuarteles y dedicarse sólo a las tareas que la Constitución y el derecho les asignan ha encontrado eco en el Senado, que se ha declarado, primero, porque en sesenta días se retiren los soldados de las calles y de los pueblos y, luego, que ello ocurra en no más de treinta. El hecho patente es que desde que se aparecen los militares en algún lugar comienza la carnicería de civiles que se presumen inocentes.
Si el espíritu institucional de las fuerzas armadas se diera no únicamente como devoción al titular del Ejecutivo sino, y sobre todo, a las instituciones de la República, el general Galván no debería temer que en el futuro se juzgue a sus colegas por los delitos en que hoy puedan incurrir, sino más bien a que se les involucre en una batalla que no es de ellos y, lo que es peor, está corrompiendo y degradando a nuestro instituto armado. Claro que no pueden hacer a menos obedecer al jefe supremo de las fuerzas armadas en cuanto éste les ordena entrar en operativos en contra de la delincuencia organizada; pero podrían mostrar su desacuerdo, en caso de que se diera, y el mismo Presidente estaría obligado a atenderlos.
La Revolución Mexicana nos heredó la idea que luego se arraigó en la conciencia ciudadana de que el nuestro había dejado de ser un ejército de casta para convertirse en un ejército del pueblo, de ciudadanos armados, como decía el general Cárdenas. Para todos fue un orgullo ver marchar en los desfiles a nuestros soldados y a nuestros marinos y, fuera de eso, no se les veía más que en los cuarteles o los campos militares. Hoy esa percepción se ha tornado algo de verdad lastimoso. Ahora nos aterrorizan cuando nos los encontramos en las calles o las carreteras. Y es de eso de lo que los generales deberían estar preocupados, no de ser juzgados por sus delitos en el futuro.
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