La democracia ha sido concebida como el régimen en el cual la toma de decisiones políticas pasa por el respaldo de las mayorías. La idea que subyace a la adopción de la regla de la mayoría, como mecanismo para decidir, es que el mayor número de individuos que estarán sometidos a una decisión (los gobernados) estén de acuerdo con ella y, por eso, se encuentren en una situación de libertad entendida como autonomía. Esa idea se manifiesta en la máxima de Rousseau de que el fin de la democracia es que los individuos sometidos al vínculo político sigan siendo tan libres como lo eran antes de que surgiera el Estado.
La democracia persigue, para decirlo con Kelsen, la maximización del principio de libertad política que se traduce en que lo que los individuos están obligados a hacer (el contenido de la decisión política que, por su naturaleza es vinculante) coincida con lo que la mayoría de ellos quiere hacer. Por eso, ante la inviabilidad de la unanimidad, los regímenes democráticos han adoptado la regla de la mayoría para procesar las decisiones colectivas. Se trata de un mecanismo que permite garantizar la libertad de los más a costa de la libertad de los menos.
Pero, en las democracias constitucionales, es decir, en los regímenes que son democráticos, pero que a la vez reconocen y garantizan los derechos fundamentales de todos los individuos, las mayorías (o sus representantes) no pueden decidir lo que quieran; toda decisión de las mayorías tiene límites, en primer lugar, por los derechos de las minorías. De otra forma estaríamos frente a lo que Tocqueville identificó como el mayor peligro que enfrentan los sistemas democráticos: la tiranía de la minoría.
Lo anterior revela por qué, si somos consecuentes con los principios de la democracia, no es aceptable la formación de mayorías de manera artificial en los órganos de representación política. Si mediante fórmulas como la adopción de un sistema electoral definido, o a través de mecanismos como las “cláusulas de gobernabilidad”, se induce la formación de una mayoría, podríamos formar una fracción parlamentaria mayoritaria que, en los hechos no refleje la voluntad de la mayoría de los gobernados.
De ahí la importancia de subrayar, como lo ha hecho Michelangelo Bovero, que no toda representación política es democrática y que ese carácter lo adquiere sólo, siempre y cuando, además de ser el resultado de una elección fundada en el sufragio universal y en el respeto irrestricto de los derechos políticos de los ciudadanos, el órgano representativo efectivamente refleja la composición política de la sociedad.
Por eso, la adopción de mecanismos que distorsionan la calidad representativa de los parlamentos inevitablemente genera una merma de la calidad democrática del sistema político. Un ejemplo: en Gran Bretaña, en virtud de que el sistema electoral es en su integralidad de mayoría relativa, en la última elección (2005), el Partido Laborista con el 35% de los votos tuvo 55% de los escaños. Nadie puede sostener que ese país no sea una democracia (es la más vieja expresión de ese sistema); pero, en esas condiciones ¿realmente prevalece la voluntad de la mayoría de los británicos? En virtud de lo anterior, resulta inevitable sostener que la calidad de su sistema representativo es deficitaria.
Cuando el pluralismo político se asienta en una sociedad y en consecuencia ningún partido obtiene la mayoría en el parlamento, la formación de mayorías se complica porque todas las decisiones sin excepción tienen que pasar por un proceso, en ocasiones muy complicado, de negociación y de acuerdo. Esos son los costos naturales de la democracia. Así nos ha ocurrido en México cuando desde 1997 ninguna fuerza política cuenta con una mayoría predefinida en la Cámara de Diputados y desde el año 2000 el escenario se extendió al Senado.
Hoy, ante el inminente escenario de una reforma política, diversos actores se han pronunciado por la necesidad de introducir mecanismos que induzcan artificialmente la formación de mayorías lo que, inevitablemente, se traduce en una merma del pluralismo. Si realmente nos tomamos en serio la meta de generar una democracia de calidad debemos resistir esas tentaciones y apostar por la única vía democrática para generar mayorías en un contexto de gran competitividad política: la permanente búsqueda del consenso mediante el acuerdo y la negociación entre las partes.
La democracia persigue, para decirlo con Kelsen, la maximización del principio de libertad política que se traduce en que lo que los individuos están obligados a hacer (el contenido de la decisión política que, por su naturaleza es vinculante) coincida con lo que la mayoría de ellos quiere hacer. Por eso, ante la inviabilidad de la unanimidad, los regímenes democráticos han adoptado la regla de la mayoría para procesar las decisiones colectivas. Se trata de un mecanismo que permite garantizar la libertad de los más a costa de la libertad de los menos.
Pero, en las democracias constitucionales, es decir, en los regímenes que son democráticos, pero que a la vez reconocen y garantizan los derechos fundamentales de todos los individuos, las mayorías (o sus representantes) no pueden decidir lo que quieran; toda decisión de las mayorías tiene límites, en primer lugar, por los derechos de las minorías. De otra forma estaríamos frente a lo que Tocqueville identificó como el mayor peligro que enfrentan los sistemas democráticos: la tiranía de la minoría.
Lo anterior revela por qué, si somos consecuentes con los principios de la democracia, no es aceptable la formación de mayorías de manera artificial en los órganos de representación política. Si mediante fórmulas como la adopción de un sistema electoral definido, o a través de mecanismos como las “cláusulas de gobernabilidad”, se induce la formación de una mayoría, podríamos formar una fracción parlamentaria mayoritaria que, en los hechos no refleje la voluntad de la mayoría de los gobernados.
De ahí la importancia de subrayar, como lo ha hecho Michelangelo Bovero, que no toda representación política es democrática y que ese carácter lo adquiere sólo, siempre y cuando, además de ser el resultado de una elección fundada en el sufragio universal y en el respeto irrestricto de los derechos políticos de los ciudadanos, el órgano representativo efectivamente refleja la composición política de la sociedad.
Por eso, la adopción de mecanismos que distorsionan la calidad representativa de los parlamentos inevitablemente genera una merma de la calidad democrática del sistema político. Un ejemplo: en Gran Bretaña, en virtud de que el sistema electoral es en su integralidad de mayoría relativa, en la última elección (2005), el Partido Laborista con el 35% de los votos tuvo 55% de los escaños. Nadie puede sostener que ese país no sea una democracia (es la más vieja expresión de ese sistema); pero, en esas condiciones ¿realmente prevalece la voluntad de la mayoría de los británicos? En virtud de lo anterior, resulta inevitable sostener que la calidad de su sistema representativo es deficitaria.
Cuando el pluralismo político se asienta en una sociedad y en consecuencia ningún partido obtiene la mayoría en el parlamento, la formación de mayorías se complica porque todas las decisiones sin excepción tienen que pasar por un proceso, en ocasiones muy complicado, de negociación y de acuerdo. Esos son los costos naturales de la democracia. Así nos ha ocurrido en México cuando desde 1997 ninguna fuerza política cuenta con una mayoría predefinida en la Cámara de Diputados y desde el año 2000 el escenario se extendió al Senado.
Hoy, ante el inminente escenario de una reforma política, diversos actores se han pronunciado por la necesidad de introducir mecanismos que induzcan artificialmente la formación de mayorías lo que, inevitablemente, se traduce en una merma del pluralismo. Si realmente nos tomamos en serio la meta de generar una democracia de calidad debemos resistir esas tentaciones y apostar por la única vía democrática para generar mayorías en un contexto de gran competitividad política: la permanente búsqueda del consenso mediante el acuerdo y la negociación entre las partes.
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