En su esfuerzo por “hablar bien de México”, el presidente Felipe Calderón llegó incluso al extremo de promover la imagen internacional de los narcotraficantes mexicanos. El vienes 16, en su discurso en un foro internacional del sector turístico, señaló: “Más de 90% de esos (22 mil) homicidios y ejecuciones, según lo hemos venido catalogando, obedecen precisamente a la lucha de unos cárteles contra otros”.
Antes, a principios de febrero, Calderón ya había manejado datos similares en una entrevista con The Washington Post y la revista Newsweek. En aquella ocasión declaró: “Probablemente 90% de esa gente (asesinada) estuvo vinculada al crimen organizado de una u otra manera”.
De acuerdo con Calderón, la industria del crimen organizado contaría con un sistema de inteligencia e investigación que supera a los peritos más adiestrados del FBI. Los narcos solamente matan a los culpables y casi siempre dan en el blanco correcto. Por lo tanto, los inversionistas extranjeros no tienen nada de que preocuparse: nuestros criminales son personas razonables y sensibles que saben elegir a quien matar.
Desde este punto de vista, los cárteles de la droga le estarían ahorrando el trabajo al gobierno mexicano. En lugar de tomar la larga y complicada ruta de profesionalizar los ministerios públicos y fortalecer los poderes judiciales del país, resulta mucho más eficiente dejar la cancha abierta para que los grupos rivales se maten entre sí. Ello generaría una suerte de “limpieza social” sin que el gobierno tenga que responsabilizarse directamente por los asesinatos de los supuestos delincuentes.
El problema con este errado enfoque es que dota a las organizaciones criminales de un poder político e institucional que de otra manera sería casi imposible de conseguir. Al matar, los narcotraficantes no solamente ejercitan el poder de su armamento, sino que también se erigen en jueces de la culpabilidad de sus víctimas. La batalla entre los cárteles se convierte entonces en una especie de “guerra justa” a la manera de aquellas que refiriera Barack Obama en su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz. Ahora, nada más faltaría que a instancias del gobierno mexicano El Chapo Guzmán también reciba el Premio Nobel, para colocar junto al reconocimiento internacional que ya ha recibido de la revista Forbes.
Otro problema con esta estrategia es que eventualmente alguno de los grupos criminales terminará ganando la batalla. Por ejemplo, de acuerdo con recientes informes de inteligencia de Estados Unidos, el cártel de Sinaloa ha sido exitoso en sus esfuerzos por arrancar la plaza de Ciudad Juárez a sus rivales de cártel de Juárez. Si esta información es correcta, la violencia disminuirá en los próximos meses, no por la acción de la justicia o el imperio de la ley, sino simplemente por la eliminación del rival más débil.
Llama la atención, entonces, que Genaro García Luna y sus policías federales huya decidido retomar el control de Juárez precisamente en el momento en que empieza a emerger un ganador claro en la batalla por este territorio. La sospecha es que el secretario de Seguridad Pública y el gobierno federal únicamente buscan lucrar políticamente con una eventual reducción en los niveles de violencia en Chihuahua, de cara a las elecciones del próximo 4 de julio en esa entidad.
Un aparente y cortoplacista “éxito” en Ciudad Juárez también serviría para fortalecer dentro del gabinete la mano de García Luna ante los duros cuestionamientos que ha recibido por parte de la sociedad. Sin embargo, en los hechos una eventual pacificación de la ciudad podría ser un indicador no del debilitamiento del narcotráfico, sino precisamente de lo contrario.
Al suponer que 90% de los caídos son meros delincuentes, Calderón también recupera una típica posición de la derecha mexicana de echar la culpa a las víctimas del delito. Del mismo modo en que los feminicidios de Ciudad Juárez y las violaciones de mujeres en todo el país supuestamente se deben a la forma de vestir de las víctimas, hoy los jóvenes asesinados también son responsables directos de sus propias muertes por encontrarse entre los 7 millones de ninis que no estudian ni trabajan.
La facilidad con que Calderón echa por la borda el principio de presunción de inocencia también habla de su falta de compromiso con los elementos más básicos de los derechos humanos y el debido proceso. De acuerdo con el presidente, lo que importa no es encontrar culpables en un juicio profesional e independiente, sino demostrar su hombría por medio de la imposición de la “mano dura”, tal y como lo hacen los mismos narcotraficantes.
No podemos olvidar la brutal actitud demostrada por las autoridades durante el asesinato y posterior exhibición del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva en diciembre pasado. Este tipo de acciones revela la línea sumamente endeble que diferencia las pautas de actuación del gobierno y el modus operandi de los delincuentes.
En lugar de perder el tiempo con acusaciones estériles en contra de don Julio Scherer por hacer supuesta propaganda a los narcotraficantes, el gobierno federal tendría que empezar por su propia casa. Con sus reprobables declaraciones, Calderón se ha convertido en el promotor principal, no de México como destino turístico, sino de los narcos mexicanos. Si no modifica radicalmente su discurso y la práctica gubernamental en la lucha contra el crimen organizado, pronto ya no será necesario emprender un largo y peligroso viaje hasta las montañas para conocer los puntos de vista de los cabecillas del narcotráfico. Bastará con encender el televisor y sintonizar cualquier noticiario para verlos pasear tranquilamente.
Antes, a principios de febrero, Calderón ya había manejado datos similares en una entrevista con The Washington Post y la revista Newsweek. En aquella ocasión declaró: “Probablemente 90% de esa gente (asesinada) estuvo vinculada al crimen organizado de una u otra manera”.
De acuerdo con Calderón, la industria del crimen organizado contaría con un sistema de inteligencia e investigación que supera a los peritos más adiestrados del FBI. Los narcos solamente matan a los culpables y casi siempre dan en el blanco correcto. Por lo tanto, los inversionistas extranjeros no tienen nada de que preocuparse: nuestros criminales son personas razonables y sensibles que saben elegir a quien matar.
Desde este punto de vista, los cárteles de la droga le estarían ahorrando el trabajo al gobierno mexicano. En lugar de tomar la larga y complicada ruta de profesionalizar los ministerios públicos y fortalecer los poderes judiciales del país, resulta mucho más eficiente dejar la cancha abierta para que los grupos rivales se maten entre sí. Ello generaría una suerte de “limpieza social” sin que el gobierno tenga que responsabilizarse directamente por los asesinatos de los supuestos delincuentes.
El problema con este errado enfoque es que dota a las organizaciones criminales de un poder político e institucional que de otra manera sería casi imposible de conseguir. Al matar, los narcotraficantes no solamente ejercitan el poder de su armamento, sino que también se erigen en jueces de la culpabilidad de sus víctimas. La batalla entre los cárteles se convierte entonces en una especie de “guerra justa” a la manera de aquellas que refiriera Barack Obama en su discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz. Ahora, nada más faltaría que a instancias del gobierno mexicano El Chapo Guzmán también reciba el Premio Nobel, para colocar junto al reconocimiento internacional que ya ha recibido de la revista Forbes.
Otro problema con esta estrategia es que eventualmente alguno de los grupos criminales terminará ganando la batalla. Por ejemplo, de acuerdo con recientes informes de inteligencia de Estados Unidos, el cártel de Sinaloa ha sido exitoso en sus esfuerzos por arrancar la plaza de Ciudad Juárez a sus rivales de cártel de Juárez. Si esta información es correcta, la violencia disminuirá en los próximos meses, no por la acción de la justicia o el imperio de la ley, sino simplemente por la eliminación del rival más débil.
Llama la atención, entonces, que Genaro García Luna y sus policías federales huya decidido retomar el control de Juárez precisamente en el momento en que empieza a emerger un ganador claro en la batalla por este territorio. La sospecha es que el secretario de Seguridad Pública y el gobierno federal únicamente buscan lucrar políticamente con una eventual reducción en los niveles de violencia en Chihuahua, de cara a las elecciones del próximo 4 de julio en esa entidad.
Un aparente y cortoplacista “éxito” en Ciudad Juárez también serviría para fortalecer dentro del gabinete la mano de García Luna ante los duros cuestionamientos que ha recibido por parte de la sociedad. Sin embargo, en los hechos una eventual pacificación de la ciudad podría ser un indicador no del debilitamiento del narcotráfico, sino precisamente de lo contrario.
Al suponer que 90% de los caídos son meros delincuentes, Calderón también recupera una típica posición de la derecha mexicana de echar la culpa a las víctimas del delito. Del mismo modo en que los feminicidios de Ciudad Juárez y las violaciones de mujeres en todo el país supuestamente se deben a la forma de vestir de las víctimas, hoy los jóvenes asesinados también son responsables directos de sus propias muertes por encontrarse entre los 7 millones de ninis que no estudian ni trabajan.
La facilidad con que Calderón echa por la borda el principio de presunción de inocencia también habla de su falta de compromiso con los elementos más básicos de los derechos humanos y el debido proceso. De acuerdo con el presidente, lo que importa no es encontrar culpables en un juicio profesional e independiente, sino demostrar su hombría por medio de la imposición de la “mano dura”, tal y como lo hacen los mismos narcotraficantes.
No podemos olvidar la brutal actitud demostrada por las autoridades durante el asesinato y posterior exhibición del cuerpo de Arturo Beltrán Leyva en diciembre pasado. Este tipo de acciones revela la línea sumamente endeble que diferencia las pautas de actuación del gobierno y el modus operandi de los delincuentes.
En lugar de perder el tiempo con acusaciones estériles en contra de don Julio Scherer por hacer supuesta propaganda a los narcotraficantes, el gobierno federal tendría que empezar por su propia casa. Con sus reprobables declaraciones, Calderón se ha convertido en el promotor principal, no de México como destino turístico, sino de los narcos mexicanos. Si no modifica radicalmente su discurso y la práctica gubernamental en la lucha contra el crimen organizado, pronto ya no será necesario emprender un largo y peligroso viaje hasta las montañas para conocer los puntos de vista de los cabecillas del narcotráfico. Bastará con encender el televisor y sintonizar cualquier noticiario para verlos pasear tranquilamente.
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