MIGUEL CARBONELL
Imagine por un momento el lector que el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación dice en un discurso público que sabe que hay secretarios de Estado del gabinete de Felipe Calderón que son corruptos y que reciben pagos de algún cártel del narcotráfico. No da nombres, no presenta ninguna denuncia, no da pista alguna. Lo deja tan sólo como una declaración
Días después, el mismo presidente de la Corte vuelve a insistir en el tema y agrega que alguno o varios secretarios de Estado no solamente cobran del narcotráfico, sino que además hacen lo que está a su alcance para que los grupos criminales puedan seguir trabajando. ¿No sería una declaración irresponsable y se le lanzarían inmediatamente en contra la mayor parte de los analistas políticos, periodistas, académicos y demás?
Pues algo parecido es lo que lleva desde hace varias semanas haciendo el presidente Calderón pero contra los jueces. Acaba de reiterarlo en una respuesta ofrecida a un ciudadano, con motivo de una especie de chat organizado a raíz de su Quinto Informe de Gobierno.
Me parece que tales declaraciones no solamente son un despropósito, sino que ponen en entredicho el buen funcionamiento de la división de poderes y el respeto que debe haber entre ellos. No dudo de que haya jueces corruptos en México. De hecho, el ex presidente de Colombia César Gaviria, cuando hace unos meses estuvo de visita en nuestro país para dar una conferencia, dijo que no era creíble que la criminalidad organizada hubiera infiltrado muchas estructuras de poder pero no a los jueces. Es probable que el narcotráfico tenga amenazados o comprados a juzgadores tanto federales como locales.
Lo que no resulta ni probable ni mucho menos correcto es que el jefe del Estado mexicano haga dichos señalamientos sin estar dispuesto a aportar inmediatamente los elementos necesarios para activar el sistema de responsabilidades previsto por el orden jurídico nacional.
Si Calderón sabe con certeza qué jueces están en la nómina del narco debe revelar sus nombres y ordenar a la Procuraduría General de la República que de inmediato inicie las investigaciones necesarias para consignarlos penalmente o para exigir responsabilidades administrativas, cuando menos.
Todos le vamos a aplaudir al Presidente si le da continuidad a los discursos a través de los hechos. Quedarse en la ornamentación discursiva es una falta de respeto a un poder del Estado que, cuando menos a nivel federal, ha hecho un gran esfuerzo de modernización y mucho ha evolucionado en los años recientes.
Suman millones los mexicanos que apoyan al Presidente por el esfuerzo de depuración que está haciendo en la Procuraduría y por la inversión que durante el sexenio ha hecho en una moderna y bien capacitada Policía Federal.
Ese mismo esfuerzo lo queremos ver en los poderes judiciales y, sobre todo, en las áreas de seguridad y justicia de estados y municipios. Pero en nada ayudan, para lograr ese objetivo, las declaraciones del Presidente atacando sin pruebas a los jueces (o por lo menos a algunos de ellos), sin identificarlos ni dar nombres.
Podría, incluso, parecer que se trata de una táctica distractora para evitar las críticas tan merecidas por los evidentes y clamorosos fracasos de la PGR bajo su mando, que se ha mostrado incapaz de ganar casos tan relevantes como el michoacanazo, el de Hank Rohn, el de La Reina del Pacífico y muchos otros.
Si el Presidente no quiere que los jueces dicten autos de libertad en contra de los acusados por la Procuraduría, debería comenzar a exigirles un mejor desempeño a sus ministerios públicos. Puede parecer que a veces los jueces son muy formalistas, pero ésa es precisamente su tarea: observar con cuidado que los requisitos fijados por las leyes (ojo: requisitos ordenados por el legislador, no inventados por los jueces), sean observados en la práctica. Pedirles otra cosa sería tanto como invitarlos a violar la Constitución, cuestión que estoy seguro que el presidente Calderón no se atrevería nunca siquiera a sugerir.
Una cosa nos debe quedar clara: en un Estado de derecho se administra justicia, no se procura la venganza ni se encubre la arbitrariedad. Así lo ordena nuestra Constitución, le guste o no al Presidente.
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