JOSÉ WOLDENBERG
Una de las artes de la política consiste en que los medios utilizados no acaben deformando los fines que se persiguen. Porque ya se sabe -o debería saberse- que los medios suelen ser incluso más importantes que los objetivos proclamados. La letanía viene al caso cuando se observa la forma en que la Cámara de Diputados está procesando el nombramiento de los tres consejeros electorales del IFE. No me refiero solamente a la exasperante e inexcusable lentitud, sino al resorte que insiste en teñir con los colores de los partidos a las figuras que están llamadas a ser organizadores y árbitros de la contienda.
Porque ¿qué sentido tiene que las distintas bancadas presenten ternas de candidatos?, y peor aún ¿qué se gana con exhibirlas públicamente? Por lo pronto, poner en la frente de cada candidato uno o más sellos partidistas. Se olvida -o de plano ya se considera irrelevante- que los consejeros deben ser y parecer imparciales, que dada la fuerza e implantación de los partidos requieren de un árbitro que se pueda colocar por encima de sus intereses, y que la historia primera del IFE en buena medida fue la de su "despartidización".
Recordemos. En 1990, el primer Consejo General tuvo una novedad: además del secretario de Gobernación, los representantes del Legislativo y de los partidos políticos, se incluyó una figura, la de los consejeros magistrados, que, por primera vez en la historia del país, no eran ni delegados de un poder público y menos de los partidos. En 1994 se fue más allá: los representantes de los partidos perdieron su derecho al voto y una nueva figura, los consejeros ciudadanos, tenía 6 de los 11 votos en el Consejo. Y en 1996 se dio una vuelta de tuerca mayor: salió del Consejo General el delegado del Presidente, el secretario de Gobernación; perdieron su derecho a voto también los representantes del Poder Legislativo, y desde entonces sólo los consejeros electorales y el consejero presidente tienen derecho a voz y voto. El trayecto fue claro y elocuente: paso a paso los propios partidos decidieron colocar en los consejeros el poder de decisión. Es decir, "despartidizaron" para generar un arbitraje que se presuponía no alineado a ninguno de ellos.
En 1994 y 1996, los representantes de los partidos y el secretario de Gobernación se reunieron en reiteradas ocasiones para discutir y acordar el nombramiento, primero, de los consejeros ciudadanos, y luego de los consejeros electorales. Chocaron, barajaron nombres, ponderaron perfiles, intercambiaron propuestas, hubo desencuentros y encuentros, pero finalmente llegaron a un acuerdo sostenido por el conjunto, porque a todos, en principio, les parecía bien. Y entonces, el secretario de Gobernación, a nombre de todos ellos hizo la invitación a los que serían los consejeros. Las artes de la política funcionaron porque el acuerdo fue inclusivo -todos los partidos lo suscribieron- y porque ninguno de los nombrados debía su designación a uno solo de los partidos. (Por supuesto que los elegidos luego supieron -supimos- quién los había propuesto, pero la invitación a ocupar el cargo fue a nombre del conjunto).
En 2003 las artes de la política fueron insuficientes. Los consejeros fueron producto de un acuerdo que dejó fuera a fuerzas políticas relevantes (PRD, PT, Convergencia), lo que generó que los excluidos no se sintieran corresponsables del pacto. Luego se dio una sustitución forzada por la secuela de la elección de 2006; se decidió además, con buen tino, que la renovación del Consejo sería por partes; hasta que llegamos al nuevo nombramiento de tres consejeros.
Ahora se pidió a quienes quisieran ocupar el cargo que se apuntaran en una especie de concurso. Desde el primer momento se desató la especulación de quién era apoyado por quién, no pocos candidatos empezaron a hacer lobby, y luego se supo que los partidos demandaban cuotas. Total: el mecanismo se trabó. Pasaron los meses, el mal trato al IFE por parte de la Cámara de Diputados fue patente; la propia Cámara sufrió un desgaste en la llamada opinión pública por no cumplir con su encomienda; pero lo más lamentable es que pareció confirmarse la idea de que los partidos buscaban correas de transmisión en el Consejo. La vieja y gastada idea, con preclaros exponentes en la academia y la política, de que la suma de parcialidades es la que garantiza la imparcialidad parece que se volvió hegemónica. De tal suerte que ya ni siquiera es tema que los consejeros sean y parezcan ser imparciales.
En el último movimiento, a los diputados no se les ocurrió nada mejor que hacer pública la lista de preferencias de cada partido. Alguien dirá: en abono de la transparencia. Quizá, pero en desdoro de la imagen de quienes serán nombrados. Porque incluso los candidatos que se puede suponer no tienen compromiso alguno con algún partido, por las malas artes de los negociadores aparecen ligados a uno u otro.
En este caso no es un problema de mal diseño institucional, sino de atrofia de las artes de la política.
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