PEDRO SALAZAR UGARTE
Lo que el lector encontrará a continuación es una crónica ligera de un asunto importante. La relevancia proviene de lo que estaba en juego y de la institución involucrada y el tono se inspira en las reglas y en las formas que enmarcaron al evento.
Todo estaba listo para el espectáculo. Eran las 11:00 a.m. del 10 de agosto y el 112 de Cablevisión anunciaba la programación del Canal Judicial. Uno tras otro se sucedían los anuncios de los programas para abogados. De repente, a las 11:12, elegantes y sobrias, aparecieron las conductoras. Lucy Farías y Claudia Valle Aguilasocho anunciaron lo que vendría: la elección del próximo presidente de la Sala Superior del TEPJF. Como preludio, las anfitrionas glosaron las reglas que regirían tan inusual sesión televisada. Los magistrados votarían en voz alta, sin argumentación, sin posibilidad de abstenerse y por orden alfabético. En un santiamén pasaron por mi cabeza los apellidos de los siete juzgadores: Alanís, Carrasco, Galván, González Oropeza, Luna Ramos, Nava y Penagos. A mí me saltó la duda: ¿asistiríamos a un comedión o a un drama? Si las notas de prensa que habían dedicado tinta al asunto no mentían, votaría primero la candidata a reelegirse y hasta el final su principal contendiente. Alanís o Penagos —decían los expertos— era la disyuntiva. Mala mano para la única magistrada. ¿A quién le gusta ser la primera en exhibir sus cartas en un juego de baraja cerrada? Cualquiera en su lugar habría añorado el viejo protocolo: discretas urnas republicanas que resguardaban los votos secretos de los jueces. Vaya usted a saber en qué momento se les ocurrió trasmutar el aula judicial en el escenario de un reality show.
Siguiendo de manera escrupulosa el guión pactado, a las 11:22, el secretario general de Acuerdos —elegante, vestido con un sobrio traje gris y una corbata azulada— estaba listo para abrir la pista a la danza de los votos. Pero antes, por sorpresa, como un espontáneo que salta al ruedo, el magistrado Penagos pidió la palabra para abandonar la competencia. Dijo —según recuerdo— algo así como: “para evitar confusiones, he decidido no participar como candidato”. ¡Ay!, pensé. Esto viene planchado, me dije. Y, como soy malo para eso de la estrategia, creí que la baraja se decantaba hacia la reelección de la —hasta hacía muy poco— presidenta. Alanís, que fue la primera en manifestar su preferencia, confirmó mi suposición y votó por ella misma. Pero la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Carrasco me curveó votando por Luna Ramos. ¡Ah, caray! —solté—, nunca me esperé ese voto para el decano. Don Alejandro Luna Ramos —hermano de la ministra de la Suprema Corte y más antiguo miembro del Tribunal Electoral— siempre ha sido un magistrado respetado pero yo me lo hacía sin esa clase de aspiraciones. Por eso me apaciguó que el tercer voto, el de Flavio Galván, se ajustara a lo esperado: “A mi favor, Flavio Galván Rivera”, dijo. Tres votos y nada para nadie, ¡se aceptan apuestas!, todavía. Y, entonces, el cuarto magistrado, González Oropeza, aceleró las cosas: “es un honor para mí votar por el decano, magistrado Luna Ramos”. ¡Cuatro votos y dos sorpresas!, esto se puso bueno. Sobre todo porque el turno, según dispone el orden de las letras en el alfabeto, tocaba a este último. Eso decía el acuerdo del Tribunal, eso nos dijeron Lucy y Claudia y eso mismo esperaba el secretario general de Acuerdos que traslució su desconcierto cuando, desde la mesa, le pidieron proceder a computar la votación, antes, de los otros dos magistrados. Fue así como, con el voto sonriente de su alumno, Salvador Nava, y el de su paisano, Pedro Penagos, el decano del Tribunal, Alejandro Luna Ramos, logró los cuatro votos suficientes. Su voto, entonces, en realidad, fue un agradecimiento: “ante el honor que me hacen mis compañeros, tengo que votar por mí mismo, muchas gracias”. Son las 11:24 y habemus presidente.
Desconcertado por el sorprendente resultado presencié el discurso de una magistrada Alanís —distinguida y altiva— reconociendo su derrota y explicando su voto en solitario en nombre de su gestión y de las mujeres. Terminó de hablar a las 11:31 a.m. y le siguieron otras tres breves intervenciones de un igual número de sus colegas. Uno dijo orgulloso que el principio de no reelección se estaba confirmando como una práctica jurisdiccional del Tribunal y, pensando quién sabe en qué cuitas, declaró que esa “abierta, pública y espontánea” votación demostraba que “el único apoyo que necesita el presidente del Tribunal es el de los magistrados”. “El de nadie más”, remató, congratulándose por ello. Otro advirtió que el país necesitaba un Tribunal fuerte de cara al 2012, y el último que habló —antes del nuevo presidente— filosofó algo como lo siguiente: “…los votos que no lo favorecieron, señor presidente, estoy seguro que se debieron a que todos tenemos la capacidad de conducir a este órgano jurisdiccional”. Palabras más, palabras menos. El acto concluyó con un discurso prometedor, mesurado y sin pretensiones de elocuencia por parte de Luna Ramos. Yo le quise creer un par de las promesas hechas: que, de cara a la elección del próximo año, sólo los guiará el derecho y que reforzarán el aspecto jurisdiccional de sus tareas. El decano habló en plural, dijo: “porque somos siete magistrados”, con lo cual los comprometió en pleno. Ojalá ese discurso sea una realidad en los hechos porque, digan lo que digan los propios magistrados, por un conjunto de decisiones de las que son corresponsables todos ellos, hasta el día de hoy han caminado —con notable frecuencia— más por la cara del poder que por la del derecho.
Apagué el televisor después de que los seis pares —cada uno desde su sillón— se alzaran para felicitar al flamante primus inter ellos. Al regresar a sus asientos —para desahogar los otros diez asuntos del orden del día listados para esa sesión histórica—, Alejandro Luna Ramos se apostó en el centro de la mesa y, antes de sentarse, recibió el auxilio simbólico y formal de un asistente protocolario; María del Carmen Alanís, a la altura de la circunstancia, caminó pausada hasta alcanzar su sillón en el extremo de la herradura desde el que argumentará y votará durante los próximos años. Así es esto del poder y sus pantomimas. El telón se había cerrado.
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