miércoles, 21 de septiembre de 2011

GOBIERNO DE COALICIÓN

JAVIER CORRAL JURADO

Entre un régimen presidencialista y uno de carácter parlamentario, me inclino claramente por el segundo. En el tránsito hacia el establecimiento de éste hay varias fórmulas y pasos que gradualmente lo pueden hacer realidad dentro del mismo sistema constitucional mexicano de división de poderes y, sobre todo, atendiendo a la realidad política, tanto por el deteriorado nivel de nuestro sistema de partidos, como a la baja calidad en la integración de las cámaras del Congreso. El actual régimen político está agotado en su diseño original y ya no le sirve al funcionamiento de la democracia a la que aspiran los mexicanos: para la justicia, el crecimiento económico y la libertad.
La transición se aguadó; la alternancia no relevó ni siquiera de otra impronta al ejercicio presidencial, reciclado en fórmulas y protocolos carentes de interlocución más eficaz. La competencia política se nos volvió guerra sucia; el pluralismo - gran conquista de nuestro desarrollo democrático -, se nos convirtió confrontación permanente y disfuncionalidad institucional. El problema no es la diversidad de voces discrepantes en el rico y plural mosaico ideológico y programático de México, sino el diseño pensado para que el país fuera de un sólo hombre cuando podía tener, como lo tuvo por décadas, al poder legislativo comiendo de su mano; al poder judicial a su disposición. Sigue habiendo presidencialismo, pero ya no tiene al Congreso. Y el entramado constitucional nunca dispuso de incentivos para el diálogo, de ahí el desacuerdo político constante que ha paralizado las grandes reformas estructurales que en lo político y en lo económico el país necesita.
El desacuerdo es estimulado, alimentado y aprovechado de manera fabulosa por los poderes informales o fácticos que, paradójicamente en la democracia como en ninguna otra época, han visto avanzar sus intereses estrictos mientras la reyerta electoral y los insultos en el congreso demuelen la visión de Estado. En el río revuelto varios sectores, de manera destacada el económico-financiero y el de la televisión, han chantajeado sus mayores canonjías y privilegios, en el que han conseguido su estado de excepción jurídica. Un ejemplo de esa demolición es la resolución que emitió el TRIFE la semana pasada al capricho de las televisoras, en la que revoca el reglamento de radio y Tv expedido por el IFE. (ver mi colaboración en La Silla Rota, "TRIFE: vergüenza y demolición").
La necesidad de reformar el régimen de gobierno está a la vista y es imperativo empezar por colocar las primeras acciones de su modernización, entre ellas ajustar el modelo presidencialista para que funcione en pluralidad, ya sea como semi-presidencialismo, o como semi-parlamentarismo, en la lógica de ir construyendo un régimen plenamente parlamentario.
Jorge Carpizo ha formulado una tipología de los diversos "presidencialismos" que concurren ahora en América Latina: "Presidencialismo puro", en Brasil, Chile, Ecuador, Honduras y México; "Presidencialismo predominante", en República Dominicana; "Presidencialismo con matices parlamentarios", Bolivia, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Paraguay; "Presidencialismo parlamentarizado", Argentina, Colombia, Guatemala, Perú, Uruguay y Venezuela.
La tendencia es clara: moderar, acotar, modular la acción presidencial y armonizarla con las facultades y obligaciones del otro poder democrático: el legislativo. Y esta senda de reformas al presidencialismo histórico de América Latina, ha sentado sus reales modificando, sobre todo, ocho elementos de la gobernación: a) La distribución de atribuciones, la capacidad de incidir en la vida y operación del otro poder, ejecutivo-legislativo ó legislativo-ejecutivo; b) La conformación del Poder ejecutivo (unipersonal, o compartir la gestión con los ministros); c) Las facultades propias del Presidente (legislativas, definición del presupuesto público, poder de veto; atribuciones en emergencias; expedición de decretos; los mecanismos para emitir decretos-ley); d) El control de la agenda; e) La convocatoria a referéndum o plebiscito; f) La designación y remoción de ministros; g) Las diversas funciones del gabinete; h) El control legislativo sobre el ejecutivo (moción de confianza; censura; informes; pregunta parlamentaria; interpelaciones e investigaciones).
Un paso esencial en la consecución de esta tendencia latinoamericana, es incorporar a la Constitución la figura del gobierno de coalición, y por supuesto el instrumento esencial que la consolida, el Jefe de Gabinete, como los dos primeros pasos para rediseñar, sin trastocar el presidencialismo mexicano. Ese es el mérito indiscutible, sobre todo por el sentido práctico de colocarlo como opcional, de la iniciativa que la semana pasada presentó el Senador Manlio Fabio Beltrones para incorporar la figura del Gobierno de Coalición.
Esta ya había sido delineada con toda profundidad en un documento reciente denominado "Equidad Social y Parlamentarismo, diagnóstico general del presente mexicano", en el que no se evade uno solo de los debates fundamentales de la actualidad y en el que intelectuales y mexicanos de la talla de José Woldenberg, Enrique Provencio, Rolando Cordera, Raúl Trejo Delarbre, Adolfo Sánchez Rebolledo, Lorenzo Córdova, Pedro Salazar, Ricardo Becerra, Luis Salazar, y otros más, apuntan el sentido que tiene la modificación del régimen de gobierno:
“Realizar esta operación –que bien podríamos llamar histórica— requiere de un salto cultural y político de la mayor importancia. Las bases sociales de los partidos no parecen preparadas para encarar ese desafío, pero tampoco las dirigencias, líderes y, menos aún, los candidatos. Hacia las elecciones del 2012, cuando la democracia mexicana haya cumplido 15 años, el único vaticinio cierto es éste: ninguno de los partidos obtendrá mayoría congresual. Gobernar sin mayoría volverá a ser el dato estructural, y para resolver el acertijo será preciso arriesgar un tipo de gobierno de coalición inexplorado en nuestra historia política. Y si los actores políticos no son capaces de extraer las lecciones básicas de la post-transición, viviremos una nueva versión —más o menos frustrante, más o menos paralizada— de los sexenios previos, sea cual sea el partido que resulte ganador.
"Ahora bien, si el país es capaz de abandonar el libreto de la era política anterior, entonces México sería testigo de un proceso inédito, pluralista, más propiamente democrático: la forja de una mayoría legislativa entre partidos diferentes o hasta enfrentados para poder gobernar. Allí está el cambio más importante, el hecho político que ante los ojos de todos abriría una nueva época en México: compartir el poder”.
En efecto, este hecho nos reanima a varios legisladores federales pertenecientes a diferentes grupos parlamentarios en la Cámara de Diputados a impulsar ese debate y colocar en el seno de nuestra Cámara la propuesta de este mecanismo esencial para el acuerdo democrático, como lo supone la figura del gobierno de coalición, con su teoría de los dos motores, pero adicionando la necesaria figura del Jefe de Gabinete.
En términos generales compartimos la de Beltrones, conscientes que se trata de una plataforma de despegue deliberativo que tiene como propósito arribar a un nuevo arreglo constitucional que privilegie el acuerdo para el desarrollo democrático, en justicia y libertad. Ello nos impone abrir no sólo en ambas cámaras sino en el conjunto de la sociedad un gran diálogo para la construcción de un programa de gobierno de coalición en México.

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