ISSA LUNA PLA
Que lejos estamos los mexicanos de Palestina y de Israel; pero la semana pasada sucedieron hechos que nos sitúan a todos en la necesidad de reflexionar sobre el papel de nuestras instituciones internacionales en el conflicto.
Ser un pueblo ocupado a estas alturas de la historia representa la máxima expresión del absolutismo y la intolerancia. Este es el caso de Palestina y la historia de sus últimos 40 años. En la región denominada Palestina, previamente convivían árabes y cristianos en una armonía controlada por el respeto y la tolerancia. La decisión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1948, en el periodo de secuelas de la Segunda Guerra Mundial, cambió el rumbo y la historia de esa Palestina.
La creación de un Estado Israelí asentado en el territorio Palestino, y su reconocimiento ante la ONU, definió nuevas fronteras políticas. Dichas fronteras fueron creadas a raíz de las decisiones orilladas por la vergüenza y el arrepentimiento internacional hacia el pueblo judío. Eso significó, que a un grupo de interés concreto se le otorgó, por decisión internacional, un territorio que pertenecía a otros pueblos.
Aunque dicha decisión sonaba legítima en algún momento de nuestra historia, hoy no tiene manera de ser interpretada como una decisión de paz, emanada de un órgano internacional cuya misión central es precisamente la paz internacional. En vista del conflicto ocasionado, las vidas que ha costado, y el alto costo para solucionarlo, no nos queda otra salida más que empezar a transitar por el camino de la justicia y la acción internacional.
Palestina estaba en los mapas; tenía archivos históricos de los pueblos asentados en esas regiones, de las culturas árabes y sus propiedades. Gozó de gobernantes poderosos y del legado de sus acciones. De las riquezas del pueblo y la edificación de sus monumentos. Palestina no se extinguió; lo que desapareció fueron sus territorios, sus archivos, sus centros culturales, su riqueza, su arquitectura y sus arquitectos.
Quizás, los gobernantes de Israel, pensaron que con alianzas estratégicas, la ocupación, el desarrollo de asentamientos y el fortalecimiento de su ejército, lograrían controlar la zona. El extremismo suena ante estas acciones como una reacción casi obvia. Tan obvio como para las madres de los soldados palestinos resulta procrear más soldados para continuar la resistencia. Tan obvio como para los israelíes es defenderse con toda su fuerza.
Lo cierto es que nadie, durante los últimos cuarenta años, en Naciones Unidas, ha logrado solucionar y llevar paz a la zona; por el contrario, han permitido que empeore y se haga más complejo el problema. Israel no puede ser un Estado democrático mientras ocupe territorios Palestinos. El apoyo de los países a la propuesta Israelí de continuar con su plan de ocupación es equiparable al apoyo que le dieron a Gadafi o cualquiera de los ahora despreciables de la primavera árabe.
Estados Unidos e Israel, al imponer sus intereses privados, buscan acabar con el endeble prestigio de la ONU y llevársela entre las piernas. Obama para buscar su reelección y Netanyahu por cumplir con una política zeoinista alejada de los principios democráticos y de la paz.
Ante la petición de reconocimiento de Palestina como un Estado ante la ONU, se abre quizás la única posibilidad que pudiera haber para actuar con responsabilidad y reconocer el único Estado que le faltó reconocer hace cuarenta años. Pero también de hacer valer su propia palabra para promover la paz a través de los acuerdos de Oslo del 67.
Los actuales miembros del Consejo de Seguridad, entre ellos dos latinoamericanos Brasil y Colombia, deben de resguardar la autoridad de la ONU, su prestigio y credibilidad. México tiene que tomar una posición en su responsabilidad como miembro de la ONU y promotor de paz.
Los Palestinos dejaron de creer en la ONU desde hace muchos años; no se puede desperdiciar la única oportunidad para reafirmar la legitimidad en la labor de paz internacional. La misión de paz que hoy enfrenta la ONU, es quizás su mayor desafío de responsabilidad.
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