lunes, 5 de septiembre de 2011

EJÉRCITO DELICUENCIAL DE RESERVA

RICARDO BECERRA LAGUNA

Los mas trasnochados economistas llaman (llamamos) “ejército industrial de reserva” a esa multitud de seres que no han llegado (o que han sido expulsados) de la obtención de un salario y de un trabajo. Digamos que no son producto de la organización económica, sino que son su condición, desde siempre, salvo en ese periodo -verano dorado del capitalismo- llamado Estado de bienestar, construido luego de la masacre universal que conocemos como Segunda Guerra Mundial.
De hecho, hace ya mucho tiempo, cuando yo estudiaba en la universidad, se suponía que mientras más empleo, más ingresos para mayor número de gentes, mayor bienestar en suma, mayor éxito podía reclamar para sí el modelo económico de que se trate. Sin embargo, y poco a poco, la cosa se fue poniendo de cabeza: inflación, variables macroeconómicas, competitividad y reformas estructurales se convirtieron en talismanes mucho más preciados que el trabajo (ya no digamos el salario). El empleo dejó de ser una prioridad lo mismo en las ideas como en la realidad, y desde entonces, la economía mexicana ha exhibido allí su mayor mediocridad y crueldad.
No exagero ni un centímetro: el mercado laboral es integrado hoy por 47.1 millones de trabajadores, 8 millones más que en el año 2000 y 25.3 millones más que treinta años antes (cuando éramos 21.9 millones, a finales de 1982). Lo que vivió México a partir de entonces, es una de sus más duras paradojas sociales y económicas: en el momento en que más rápido crecía su población trabajadora, el salario disminuía y el empleo no pudo responder a la oferta real de trabajadores tocando la puerta del mercado. Por eso, en los últimos seis lustros, sí, seis lustros, nuestro país pudo generar sólo una vez, en un solo año (el 2000) el número de empleos que demandó su mano de obra: en los restantes, fue insuficiente, además de vivir siete años más de pérdidas laborales netas.
El lunes pasado, Enrique Quintana en Reforma, hacía otras tantas cuentas a partir de aquella base histórica. Lo cito en extenso porque creo que las cosas deben discutirse sin engaños y sin omitir la realidad: “De acuerdo con las estadísticas del IMSS, los puestos formales que se generaron en los diez últimos años fueron 2.3 millones. Es decir, hubo 4.7 millones de personas que buscaron un trabajo y que no encontraron opciones en la economía formal… pero según INEGI la llamada Población No Económicamente Activa Disponible en el 2010, llegó a los 6 millones” (es el grupo que, estando en edad y condiciones de hacerlo, por diversas razones, no busca trabajo).
Por nuestra parte, agreguemos a los millones de migrantes y tomemos en cuenta a la enorme succionadora de la informalidad y luego sumemos a los que sí se declaran formalmente desempleados: aún así restan 2.1 millones de personas. Son algo diferente a los “ninis” pues lo suyo es una decisión pura y dura, una actitud, han abrazado una suerte de vocación para ser parias.
¿Qué significa ser uno de ellos? ¿cuáles son sus motivaciones y cuáles sus propensiones vitales? Necesitamos –con urgencia- una sociología y una antropología de ese amplísimo submundo, pero por lo pronto –siguiendo a Quintana- si tan solo un 20 por ciento de ellos se hubiese lanzado al pozo de las actividades delictivas, estaríamos hablando de un ejército de unas 420 mil personas.
“Pero la pobreza y el desempleo no produce criminales”, se me dirá, y también se alegará que “ser delincuente es una decisión moral”. Sin embargo a mi me parece que, desde hace rato, los ingredientes del coctel delincuencial están puestos y dispuestos en abundancia: un mercado de droga (prohibido) que mueve alegremente miles de millones de dólares; un mercado de armas (este sí, permitido) que forma parte de otro gran negocio trasnacional; una frontera inmensa con el principal consumidor de lo primero y principal vendedor de lo segundo en todo el mundo; un edificio institucional y policial seguro reproductor de impunidades, y una sociedad resquebrajada por las crisis y las convulsiones de la globalización, incapaz durante toda una generación de generar empleo, salario, y más allá, productora neta de cientos de miles de personas entregadas a una vida declaradamente anómica.
El historiador del futuro tendría que reconstruir ese retrato para acercarse a comprender que es lo que está pasando en México, por qué esa inseguridad y esa multiplicación de “tanta vida superflua”; esas vidas que no existen para la economía ni para los economistas del gobierno ni para un montón de comentaristas, políticos y elites empresariales, pero que están ahí, como un caldo viscoso, participando de modo latente o de hecho, como un vasto ejército delincuencial de reserva.

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