jueves, 29 de septiembre de 2011

Y EL APODO, ¿PARA QUÉ?

JULIO JUÁREZ GÁMIZ
 
Pocas culturas se han hecho cargo de la irreverente tarea de poner apodos como la nuestra. Los mexicanos somos tan prolíficos como ocurrentes a la hora de cincelar esa píldora adjetiva que, sin menor remordimiento, instala su gordo trasero sobre nuestro nombre de pila. Suplanta nuestra identidad oficial, producto de la aburrida ecuación de nuestros apellidos y la ocurrencia nominal de nuestros padres. Nuestros apodos son el bautizo de alguna tribu cercana. La marca indeleble de una característica física, una anécdota o un rasgo de nuestra personalidad.  
Juzgar la pertinencia de un apodo es siempre incomodo desde un plano moral. Sobre todo porque su naturaleza distintiva es la incorrección política. Escribo estas líneas en un país, los Estados Unidos de America, en donde precisamente se han acuñado dos apodos históricos para discriminar a los mexicanos. Beaners (frijoleros) por nuestro color de piel y wetbacks (espaldasmojadas) por la manera en que millones de paisanos han cruzado la frontera. Apodos que han terminado más por se un cliché general para discriminar y no necesariamente atribuidos a una persona.
Pero del apodo racista podemos migrar al histórico. Al que resume la singularidad de un acto y el aplomo de un personaje para cambiar, más benévolo la historia de un pueblo. Nadie recuerda su nombre pero todos sabemos quienes eran el Pipila o la Corregidora. La historia nacional está llena de estos motes apelativos. Un apodo, una acción y una página completa en el libro de texto gratuito de la SEP.
Sin afán alguno de redactar aquí una tipología del apodo, encuentro también otro estilo más personal de esta singular muestra de creatividad nominativa. Se trata del apodo filial que nos hace parte de un grupo o una experiencia colectiva. Y llegamos al apodo político, otro de gran calado en la experiencia mexicana.
Como decía al principio, escribo desde un pequeño pueblo llamado Terre Haute en el estado de Indiana. Aparte de venir a recoger flores silvestres vine aquí para participar en el tercer congreso internacional de crimen, medios y cultura popular auspiciado por la Universidad Estatal de Indiana. Y aquí el cambio de tuerca en mi sesuda reflexión sobre los apodos.
Una de las presentadoras, Aurelie Vernichon de la Universidad de Gent en Bélgica, se refería a la deshumanización de las víctimas del conflicto Bosnio en los 90 y la manera en la que los medios de comunicación habían cubierto este dramático conflicto. Su crítica apuntaba hacia la mediatización de la impartición de justicia criminal a nivel internacional, particularmente a través del Tribunal de la Haya. Uno de cuyos más emblemáticos juicios fue el del dictador serbio Slobodan Milosevic también apodado el ‘carnicero de los Balcanes’.
En algún momento de su presentación Vernichon hizo referencia directa a la capacidad deshumanizante que tienen este tipo de apodos en las víctimas y no en quienes cometieron estos crímenes. De pronto, la metáfora del carnicero le quitaba a Milosevic su esencia criminal y, peor aun, hacía de sus víctimas un puñado de carne destinada a ir al matadero de algún modo u otro. Un hecho casi rutinario en la carnívora historia de la humanidad.
Y no pude evitar pensar en nuestros carniceros. En todos los criminales que son presentados a la sociedad con sus pintorescos apodos sin importar el salvajismo de sus crímenes. Como si se tratara de los amigos de algún amigo. Tan acostumbrados estamos hoy a referirnos a ellos por sus apodos que, casi involuntariamente, hemos ido construyendo una mitología alrededor de cada uno de ellos. Una anécdota, algo que los hace cercanos en un plano vivencial y que, al igual que el apodo de nuestro compadre, los hace parte de nuestra vida colectiva. Personajes todos con nombres y apellidos que, sin embargo, terminan entrando en una narrativa mediática más cercana a la ficción de aventuras que a una cruel realidad.
Y que tal si dejamos de usar sus apodos al momento de reportar las siempre cacareadas detenciones. No es una más de esas bromas macabras que nuestro sistema judicial y los medios de comunicación nos cuentan a la hora de señalar a estos criminales. Dándoles una rebanada de fama pública en lugar de una rebanada del paradójico anonimato que implica llamarlos por su nombre. Como editar una nueva tira cómica con el personaje de la semana. Los medios usan estos apodos para caracterizar a estos personajes y así podernos contar su historia. El riesgo, como en el caso del carnicero, es que lo que nos debería de preocupar es la historia de sus víctimas y no la suya propia.
Usar los apodos de los criminales es una forma sutil de aceptarlos en nuestra sociedad. De otorgarles un rol con distintivos que hacen de su persona algo especial. El apodo es una anécdota en su grado más alto de concentración. Y ahí tenemos mucho por hacer como sociedad. En lugar de mitificar a los apodados debemos dejarles sus nombres de pila nada más. Despojarlos al menos de la estridencia que genera el apodo de sus comparsas.

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