En su largo discurso conmemorativo de sus tres años de gobierno, el presidente Calderón anunció que antes del término de este periodo de sesiones enviaría al Congreso una iniciativa de cambios en el diseño político del Estado en la que propondría, entre otros temas (algunos de ellos claramente regresivos y delicados para la calidad de nuestra endeble democracia, como la reducción del número de integrantes del Congreso), la reelección inmediata de legisladores y alcaldes.
El de la reelección legislativa era uno de los temas pendientes en la agenda democratizadora. Hoy por hoy somos, junto con Costa Rica, la única democracia que prohíbe que los diputados y los senadores puedan ser reelectos sucesivamente en sus cargos.
Esa prohibición, introducida en el artículo 59 constitucional en 1933, en vez de tener una justificación democrática, buscó entonces fortalecer el poder de la omnímoda figura presidencial, incrementando las capacidades de decisión y de control que le daba el ser el “jefe nato” del partido oficial y por ello la prerrogativa de “palomear” a los candidatos a cargos electivos postulados por el mismo. En efecto, la imposibilidad de reelección sucesiva, además de inducir un forzado recambio en la élites gobernantes, permitía al presidente controlar el destino de prácticamente todos los políticos que, lejos de deberle el encargo a sus electores, se debían a la generosa y magnánima voluntad presidencial (detrás de la que se escondía un férreo control político).
La reelección inmediata de los legisladores (que puede, por supuesto, tener múltiples modalidades como las que tienen que ver, por ejemplo, con la existencia de límites en las veces en las que puede operar) tiene varias ventajas de que deben ponderarse, entre las que destaco las siguientes:
1. La más socorrida —pero no por ello carente de veracidad— es que impondría a los legisladores mantener un vínculo más estrecho con sus electores, de quienes dependerá, en su momento, una eventual ratificación electoral en el cargo. Ello traería consigo un mejor y más intenso ejercicio de rendición de cuentas en el que el elector no sólo “premia” o “castiga” en las urnas en general a un partido por su desempeño político, sino también en específico a determinadas personas: sus representantes.
2. Además, se permitiría la formación de una clase parlamentaria más estable y, por ende, profesional (aunque, en los hechos, varios son los legisladores que “saltan” de una cámara a otra elección tras elección), permitiendo que el conocimiento acumulado respecto de las funciones y las prácticas parlamentarias tuviera una mayor importancia y la necesidad de una curva de aprendizaje de legisladores “novatos” fuera menos frecuente. Ello ahorraría en buena medida un tiempo precioso que podría redundar en una mejor calidad del trabajo legislativo.
3. Adicionalmente, la estabilidad en el encargo legislativo que podría generar la reelección inmediata fomentaría la existencia de interlocutores más ciertos y permanentes, y que los puentes de diálogo y comunicación, que son indispensables para lograr una gobernabilidad democrática (particularmente en un contexto de “gobiernos divididos”), fueran más duraderos y no tuvieran necesariamente que reconstruirse en cada Legislatura.
Por otra parte, la idea de la reelección de los alcaldes también tiene sentido si se piensa que en gran parte del país la duración de los mandatos municipales es muy breve (tres años) y que muchos proyectos de gobierno en el plano local requieren proyecciones de mediano y largo plazos que rebasan ese periodo. En buena medida por eso hoy nadie se atreve a instrumentar una planeación municipal transtrianual.
Sin embargo, lo anterior requiere como condición sine qua non que la propuesta de reelección inmediata de legisladores y alcaldes vaya acompañada de efectivos mecanismos de rendición de cuentas y de control, que impidan la creación de cotos inexpugnables de poder y de abuso del mismo, así como de una efectiva democratización de los procesos partidistas de selección de candidatos.
El de la reelección legislativa era uno de los temas pendientes en la agenda democratizadora. Hoy por hoy somos, junto con Costa Rica, la única democracia que prohíbe que los diputados y los senadores puedan ser reelectos sucesivamente en sus cargos.
Esa prohibición, introducida en el artículo 59 constitucional en 1933, en vez de tener una justificación democrática, buscó entonces fortalecer el poder de la omnímoda figura presidencial, incrementando las capacidades de decisión y de control que le daba el ser el “jefe nato” del partido oficial y por ello la prerrogativa de “palomear” a los candidatos a cargos electivos postulados por el mismo. En efecto, la imposibilidad de reelección sucesiva, además de inducir un forzado recambio en la élites gobernantes, permitía al presidente controlar el destino de prácticamente todos los políticos que, lejos de deberle el encargo a sus electores, se debían a la generosa y magnánima voluntad presidencial (detrás de la que se escondía un férreo control político).
La reelección inmediata de los legisladores (que puede, por supuesto, tener múltiples modalidades como las que tienen que ver, por ejemplo, con la existencia de límites en las veces en las que puede operar) tiene varias ventajas de que deben ponderarse, entre las que destaco las siguientes:
1. La más socorrida —pero no por ello carente de veracidad— es que impondría a los legisladores mantener un vínculo más estrecho con sus electores, de quienes dependerá, en su momento, una eventual ratificación electoral en el cargo. Ello traería consigo un mejor y más intenso ejercicio de rendición de cuentas en el que el elector no sólo “premia” o “castiga” en las urnas en general a un partido por su desempeño político, sino también en específico a determinadas personas: sus representantes.
2. Además, se permitiría la formación de una clase parlamentaria más estable y, por ende, profesional (aunque, en los hechos, varios son los legisladores que “saltan” de una cámara a otra elección tras elección), permitiendo que el conocimiento acumulado respecto de las funciones y las prácticas parlamentarias tuviera una mayor importancia y la necesidad de una curva de aprendizaje de legisladores “novatos” fuera menos frecuente. Ello ahorraría en buena medida un tiempo precioso que podría redundar en una mejor calidad del trabajo legislativo.
3. Adicionalmente, la estabilidad en el encargo legislativo que podría generar la reelección inmediata fomentaría la existencia de interlocutores más ciertos y permanentes, y que los puentes de diálogo y comunicación, que son indispensables para lograr una gobernabilidad democrática (particularmente en un contexto de “gobiernos divididos”), fueran más duraderos y no tuvieran necesariamente que reconstruirse en cada Legislatura.
Por otra parte, la idea de la reelección de los alcaldes también tiene sentido si se piensa que en gran parte del país la duración de los mandatos municipales es muy breve (tres años) y que muchos proyectos de gobierno en el plano local requieren proyecciones de mediano y largo plazos que rebasan ese periodo. En buena medida por eso hoy nadie se atreve a instrumentar una planeación municipal transtrianual.
Sin embargo, lo anterior requiere como condición sine qua non que la propuesta de reelección inmediata de legisladores y alcaldes vaya acompañada de efectivos mecanismos de rendición de cuentas y de control, que impidan la creación de cotos inexpugnables de poder y de abuso del mismo, así como de una efectiva democratización de los procesos partidistas de selección de candidatos.
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