La expresión compuesta que empleo designa la combinación exitosa entre la historia de una nación, el vigor de un pueblo y el liderazgo excepcional de una personalidad. Combinación que explica tanto la insólita presencia global de un país del sur, como el reconocimiento universal al talento político de quien ha sabido culminarla y concretarla.
Brasil fue el único país de América Latina que transcurrió un siglo XIX estable, gracias a la prolongación autónoma del imperio lusitano. Depósito de uno de los mestizajes más creativos de la tierra y de uno de sus territorios más feraces y diversos, ha sido lastrado por la desigualdad pero iluminado por su vocación de grandeza.
Su ecuación primigenia comienza a ser resuelta gracias a una política de inclusión social como fundamento de la expansión económica y la independencia política. Luiz Inacio da Silva la encarna biográficamente: hijo de una familia proletaria de ocho hijos, sufrió todos los penares de su clase hasta que encontró, en la solidaridad sindical, la vía de la autoestima colectiva y la realización profesional.
Propala la autoridad de una dirigencia auténtica y comprometida, por ende respetable. Cuando comenté su visita a Washington subrayé los términos naturales de igualdad con que enfrentó a Bush. Lula explicó que, según su experiencia, había que dialogar con los “patrones” mediante el reconocimiento expreso de las diferencias y desde la perspectiva polar de cada actor. En esa medida, habló por todos nosotros y reeditó el diálogo norte-sur.
Subrayé la acumulación de hechos históricos que dan peso a las palabras: la suma virtuosa de capacidades estratégicas, científicas, militares y hoy políticas que ha desplegado Brasil. Como afirma Rodríguez Zapatero: siguiendo el sendero abierto por su predecesor —Fernando Cardoso— ha transformado al Brasil, del “país del futuro en una asombrosa realidad”.
Ante los embates de la crisis, su gestión ha mantenido un crecimiento del 5% anual y combinado la confianza objetiva de los sectores financieros con el apoyo social y la credibilidad internacional. Su papel en la cumbre de Copenhague fue central: el desenlace ocurrió cuando Obama acudió a parlamentar con el grupo de los cinco —China, India y Sudáfrica, encabezados por Brasil y con la deplorable ausencia de México.
Lula es hoy merecedor de incontables reconocimientos internacionales. Le Monde lo ha designado “hombre del año” por su “recorrido singular de dirigente obrero hasta la cabeza de un gran país” y por su “lucha a favor del desarrollo, contra las desigualdades y en defensa del medio ambiente”, así como por su calidad de “abanderado de los países emergentes y de los menos avanzados, que lo perciben como un líder solidario”.
Me precio de su amistad desde hace 20 años. Recuerdo la fruición con que lo acompañaba a mítines sindicales en Sao Paulo, cuando me pedía “darle duro” a las políticas neoliberales desde la tribuna. También su rostro jocundo y su calidez ontológica, compendiada en el abrazo entrañable y sudoroso de manga corta.
He sido inquirido sobre las razones de su habilidad y su fuerza. Mi respuesta ha sido sociológica: reconozco la sagacidad y el poderío de los “liderazgos naturales”: los que emanan de la pandilla, la asociación estudiantil, la dirigencia sindical o la organización comunitaria. Con escasos asideros institucionales, pero necesitados de inventar otros nuevos.
Cabría reflexionar también en el significado profundo de la autoestima y en el valor moral de la redención como motivaciones de la acción política. La conjunción entre antiguos sentimientos nacionales y saberes populares con proyectos de ambición compartida. El éxito es quizá convertir el imperativo de una dignidad personal en plataforma de una dignidad colectiva.
Esa podría ser una reflexión fundacional del bicentenario que nos es común: cada generación debiera procrear las dirigencias que sinteticen nuestro pasado y contengan nuestras aspiraciones. En México, ello tiene la urgencia del patetismo.
Brasil fue el único país de América Latina que transcurrió un siglo XIX estable, gracias a la prolongación autónoma del imperio lusitano. Depósito de uno de los mestizajes más creativos de la tierra y de uno de sus territorios más feraces y diversos, ha sido lastrado por la desigualdad pero iluminado por su vocación de grandeza.
Su ecuación primigenia comienza a ser resuelta gracias a una política de inclusión social como fundamento de la expansión económica y la independencia política. Luiz Inacio da Silva la encarna biográficamente: hijo de una familia proletaria de ocho hijos, sufrió todos los penares de su clase hasta que encontró, en la solidaridad sindical, la vía de la autoestima colectiva y la realización profesional.
Propala la autoridad de una dirigencia auténtica y comprometida, por ende respetable. Cuando comenté su visita a Washington subrayé los términos naturales de igualdad con que enfrentó a Bush. Lula explicó que, según su experiencia, había que dialogar con los “patrones” mediante el reconocimiento expreso de las diferencias y desde la perspectiva polar de cada actor. En esa medida, habló por todos nosotros y reeditó el diálogo norte-sur.
Subrayé la acumulación de hechos históricos que dan peso a las palabras: la suma virtuosa de capacidades estratégicas, científicas, militares y hoy políticas que ha desplegado Brasil. Como afirma Rodríguez Zapatero: siguiendo el sendero abierto por su predecesor —Fernando Cardoso— ha transformado al Brasil, del “país del futuro en una asombrosa realidad”.
Ante los embates de la crisis, su gestión ha mantenido un crecimiento del 5% anual y combinado la confianza objetiva de los sectores financieros con el apoyo social y la credibilidad internacional. Su papel en la cumbre de Copenhague fue central: el desenlace ocurrió cuando Obama acudió a parlamentar con el grupo de los cinco —China, India y Sudáfrica, encabezados por Brasil y con la deplorable ausencia de México.
Lula es hoy merecedor de incontables reconocimientos internacionales. Le Monde lo ha designado “hombre del año” por su “recorrido singular de dirigente obrero hasta la cabeza de un gran país” y por su “lucha a favor del desarrollo, contra las desigualdades y en defensa del medio ambiente”, así como por su calidad de “abanderado de los países emergentes y de los menos avanzados, que lo perciben como un líder solidario”.
Me precio de su amistad desde hace 20 años. Recuerdo la fruición con que lo acompañaba a mítines sindicales en Sao Paulo, cuando me pedía “darle duro” a las políticas neoliberales desde la tribuna. También su rostro jocundo y su calidez ontológica, compendiada en el abrazo entrañable y sudoroso de manga corta.
He sido inquirido sobre las razones de su habilidad y su fuerza. Mi respuesta ha sido sociológica: reconozco la sagacidad y el poderío de los “liderazgos naturales”: los que emanan de la pandilla, la asociación estudiantil, la dirigencia sindical o la organización comunitaria. Con escasos asideros institucionales, pero necesitados de inventar otros nuevos.
Cabría reflexionar también en el significado profundo de la autoestima y en el valor moral de la redención como motivaciones de la acción política. La conjunción entre antiguos sentimientos nacionales y saberes populares con proyectos de ambición compartida. El éxito es quizá convertir el imperativo de una dignidad personal en plataforma de una dignidad colectiva.
Esa podría ser una reflexión fundacional del bicentenario que nos es común: cada generación debiera procrear las dirigencias que sinteticen nuestro pasado y contengan nuestras aspiraciones. En México, ello tiene la urgencia del patetismo.
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