Al Congreso mexicano se le achacan múltiples defectos; el mayor, su incapacidad para aprobar leyes que permitan impulsar el crecimiento económico y la creación de empleos. Es evidente que en la crítica hay parte de razón, pero el diagnóstico no parece acertado a la luz de los hechos y de la experiencia.Se repite, una y otra vez, que las Cámaras del Congreso son ineficientes por su elevado número de integrantes, y también por la presencia en ellas de los legisladores plurinominales, a lo que se suma, desde 1997, la ausencia de mayoría absoluta en la de Diputados, y desde el año 2000 en el Senado. Sin embargo, tales argumentos omiten la revisión y análisis de lo acontecido a partir de la alternancia en la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.Los nueve años en que el panismo ha ocupado Los Pinos se distinguen por la carencia de estrategia y operación en el trato con el Congreso y por el limitado uso de las amplias facultades que la Constitución y las leyes siguen otorgando al Presidente. Dos presidentes panistas han sido incapaces de operar la maquinaria gubernamental; omisos o dilatados en la presentación de iniciativas, no han tenido la pericia para negociar con sus opositores, tampoco con sus propios legisladores. Culpar al Congreso de la parálisis es justificación retórica; lo cierto es que el defecto mayor ha estado en el Ejecutivo.Las propuestas del presidente Calderón para reformar al Congreso en nada ayudarán a superar la mala relación entre los dos poderes. En primer lugar porque carecen de una visión histórica de conjunto. Los redactores de la iniciativa olvidaron que la estructura actual de las Cámaras está montada sobre el cimiento de la no reelección inmediata, si esa base es demolida, lo demás debe cambiar.La reducción de 100 diputados, dejando lo demás igual, es ocioso; cada partido verá disminuir proporcionalmente el número de sus diputados, conservando el peso relativo de cada grupo parlamentario, sin que nada garantice la formación de mayoría absoluta. Pero además la disminución de distritos electorales -de 300 a 240- resultaría contraria a la intención de acercar a los representantes con los ciudadanos. Desde 1979 -cuando México tenía poco más de 60 millones de habitantes- tenemos 300 distritos; la población casi se ha duplicado, y ahora Calderón propone menos distritos, conservando el mismo criterio para su distribución entre las entidades federativas. El resultado sería distritos enormes, tanto territorial como demográficamente, con un desequilibrio marcado en la representación política. Apunto que, bajo las consideraciones expuestas en la iniciativa presidencial, los diputados plurinominales no deberían gozar -por la misma vía- del beneficio de la reelección.La propuesta para el Senado introduciría complicaciones enormes para los ciudadanos y en el cómputo de los votos; provocaría una mayor fragmentación y un galimatías en la representatividad de cada senador respecto del número de sus electores. La fórmula ideada apenas esconde su intención de perjudicar al partido de mayor votación en cada entidad, al privarlo del actual derecho a que le sean asignados dos senadores en cada una de ellas. Es una manzana envenenada, al obligar a la competencia entre candidatos de un mismo partido, y un obstáculo a la reelección inmediata, pues conlleva la proliferación de competidores cada seis años. Dejo anotado que si bien los senadores plurinominales son contrarios a la doctrina, su contribución ha sido enorme para elevar la calidad y pluralidad de esa Cámara.La fórmula de Calderón para empujar al electorado a otorgar mayoría absoluta a un partido es desfasar la elección presidencial de la legislativa. Los autores de la iniciativa suponen que al conocer de antemano quién es el Presidente electo, los electores tendrán incentivos para otorgarle esa mayoría al elegir diputados y senadores. Ignoro las fuentes de tal previsión, pero lo que intuyo es que están abriendo la caja de Pandora, la polarización política de la sociedad, preámbulo de cosas siempre peores.
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