viernes, 15 de enero de 2010

HAITÍ

CARMEN ARISTEGUI
Centenares de fotografías circulan, por todos los medios, de la tragedia inaudita. Es el registro de una devastación total. La muestra de lo inconmensurable. Rostros, extremidades, muertos apilados. Calles llenas de escombros y almas que deambulan. En Puerto Príncipe se puede ver, nadie se salva ni nada queda fuera: el Palacio de Gobierno, el Parlamento, la Catedral, Naciones Unidas, escuelas, casas, hospitales son puros escombros a los que acompañan gritos y gemidos desesperados de las personas sepultadas y de las que, con sus uñas, las intentan rescatar. Las crónicas y reportajes van dando cuenta de esta que es la peor tragedia en décadas para América Latina, provocada por un sismo de 7 grados en la escala de Richter ocurrido el martes pasado. Fue el sismo y sus réplicas lo que trajo la dimensión de esta tragedia pero fue, sobre todo, la pobreza y marginación inadmisible lo que llevó las cosas a estos extremos del horror. "El país más pobre de América", decimos una y otra vez los comentaristas para no olvidar que Haití ha sido considerada por años una nación desahuciada. Aunado a la pobreza crónica, la inestabilidad política, las secuelas de las dictaduras, a esta nación le han caído desastres naturales de todo tipo y, ahora, un sismo que la deja destrozada. Apenas el año antepasado fue azotada por cuatro huracanes y en 2004 vivió una tormenta terrible -Jeanne- que les dejó más de mil muertos. A esta calamidad hubo que sumar, en aquel año, las sangrientas confrontaciones que llevaron a la expulsión del entonces presidente Jean Bertrand Aristide. Inician 2010 con 50 o 100 mil muertos, según los primeros cálculos oficiales. El número exacto ni se sabe hoy ni se sabrá jamás. En Puerto Príncipe habitan, habitaban, más o menos cuatro de los 10 millones de la población en general. Miles murieron o están heridos o han perdido a alguien. La mayoría están sedientos, hambrientos, sin lugar en dónde dormir, sin atención médica. Instalados en la desolación total. Durmiendo en la calle, junto a los muertos. Es de esperarse que las carencias inmediatas no duren demasiado, porque se ha desatado una obligada ola de solidaridad internacional. No parece haber país o persona que no sienta el impulso para tender la mano a los haitianos. El mundo se ha volcado para ofrecer asistencia humanitaria. Mal harían los países, y Haití en particular, si trabajaran tan sólo para regresar al punto original. Antes del sismo, Haití ya vivía una situación excepcional. País en desgracia crónica vio, desde 2004, la instalación de una Misión Especial de Naciones Unidas, cuyo último titular, el tunecino Hedi Annabi, falleció también entre los escombros al igual que varios funcionarios y cascos azules, la mayoría brasileños y chinos que formaban parte de esa fuerza internacional. En la excepción, se había nombrado apenas en mayo del año pasado al ex presidente Bill Clinton como enviado especial para Haití. Se trataba de usar el carisma de Clinton para tratar de llevar algún grado de estabilidad al país, azotado por inundaciones, tormentas y todo tipo de crisis. Clinton es querido por los haitianos porque ayudó a derrocar un régimen dictatorial y favoreció la llegada de un líder religioso -como Jean Bertrand Aristide- al poder, aunque luego fue derrocado dos veces y dejó tras de sí una fuerte polarización política que se suma a la inestabilidad política y social que padece desde hace décadas.
La misión especial, que ha contado con algunos miles de soldados y policías civiles y con expertos internacionales -no se sabe cuántos murieron ahora-, ha pretendido, en estos años, estabilizar una nación a la deriva. Los temas en este tiempo han sido el desarme de grupos y su desmovilización, la construcción y consolidación institucional, la reducción de la polarización social y de los choques violentos entre la población, la búsqueda de mecanismos para establecer canales de diálogo, reconciliación y mínimos de respeto a los derechos humanos. Cuando se decidió intervenir a este país se dijo, también, que se promovería el desarrollo económico y social que llevara a una real estabilización. Si lograron o no algo en estos propósitos, es difícil saberlo. Hoy, ante esta tragedia mayor, tenemos a un país que parte de menos cero. Ahí, frente a la desolación más profunda, es preciso reinventar ese destino.

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