lunes, 18 de enero de 2010

DAVID IBARRA EN SUS PRIMEROS 80

ROLANDO CORDERA CAMPOS

La de David Ibarra es una trayectoria voluntariosa y comprometida con el servicio público nacional e internacional. En Chile, Centroamérica o Cuba, con las Naciones Unidas y su querida Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal); en la Universidad Nacional y en el gobierno federal, en Nacional Financiera y las batallas por la política industrial y los bienes de capital, en la Secretaría de Hacienda, en pos de una finanza pública presentable y un sistema financiero moderno y dispuesto a apoyar el desarrollo económico y social de México. Todo esto conmemoramos este mediodía. Quiero proponer otra celebración: la del enjundioso intelectual público que desde el ensayo, el libro o el artículo, afila la crítica del pensamiento dominante y convoca a la recuperación y la apertura de senderos de pensamiento y acción que, al calor del triunfalismo globalista, se decretaron cerrados. En los años 80 del siglo pasado, en una de esas crueles ironías que la historia del mundo suele asestarnos, caen la bipolaridad y su equilibrio de terror pero el horizonte se estrecha, se rechaza la pertinencia de los grandes relatos y se reduce el pensamiento político a los angostos linderos que imponen la economía convencional y la consecuente dictadura de la política monetaria. Y es entonces cuando, desde el corazón de la economía analítica, David Ibarra vuelca su voluntad de servicio a la arena pública, somete a crítica los paradigmas dominantes, detecta los ominosos cambios del mundo y de las relaciones entre lo público y lo privado que impone la globalización neoliberal, y explora los territorios ingratos de la crítica de las costumbres y las prácticas de la política, para hacer evidentes la presencia determinante del poder y los intereses creados en la configuración de una sabiduría convencional cuya traducción a la política económica y social de México ha resultado nociva para sus tejidos sociales, entendimientos políticos y reflejos intelectuales, y nos ha dejado inermes ante los nuevos vuelcos del mundo ahora convertidos en crisis global, incertidumbre planetaria, devastación social y deterioro precoz de nuestra democracia novicia. Diría Ibarra: No maestro, la economía sólo tiene sentido si la pensamos desde la política y la política, en especial la democracia, sólo lo tiene si la pensamos desde la perspectiva dolorosa de la cuestión social mexicana. Por eso, maestrito, son los derechos fundamentales, en especial los económicos y sociales, los que califican nuestras abstrusas variables y no al revés. Desde la ciencia lúgubre, se las arregla para poner en tensión convicciones ideológicas y convenciones políticas mal adquiridas y peor cultivadas, y arriesga el trazo de alternativas para ir más allá de la economía y sus áridas arrogancias para recuperar valores universales y convocatorias nacionales de auténtica renovación intelectual y moral. Ibarra critica y propone… pero no hay Dios que disponga. Toca a todos, como cuando con él como vértice hacíamos Ves humanas en la Manifestación del Silencio del 68, acompañar al amigo y maestro y hacer de la voluntad razón y de ésta, convicción profunda de que con mentes y firmezas como las suyas podemos convertir en fuerza transformadora la intensidad de la crítica y la excelencia intelectual que han dado lustre a su ejemplar magistratura. La crisis arrincona pero también incita a ejercer el ingenio con desparpajo y sin miramientos a lo consagrado, como ocurrió con Roosevelt y Cárdenas. Podemos aspirar así, en medio de la adversidad, a nuevas emulsiones conceptuales e ideológicas, tan poderosas y robustas como las que en su momento intentaron don Raúl Prebisch y sus compañeros de la orden del desarrollo y de quienes David Ibarra es, por méritos propios, digno sucesor y renovador. Con su obra intelectual y actitud política y ética, David Ibarra da continuidad creativa a las ideas de la Cepal desarrolladas por Furtado, Pinto y Vúskovic, entre otros, y recoge y enriquece el esfuerzo crítico que en estos años de crisis y mutación acelerada de nuestras estructuras realizaron Josué Sáenz y Víctor Urquidi en nuestro medio. Cómo no mencionar aquí a nuestro inolvidable Fernando Fajnzylver y al querido Ernesto Torrealba, escuderos de aquellas andanzas por los bienes de capital y el fomento integral del desarrollo. Ibarra despliega una economía política a la altura de la época, dura pero axial; crítica a la vez que analítica, fincada en las lecciones de la historia e inspirada en una clara intencionalidad política resumida en la idea fuerza del desarrollo con equidad y democracia. Esta es la misión que David Ibarra ha asumido en su incesante exploración conceptual y angustia existencial ante el descalabro económico, la postración social y la ineptitud política que acosan y ahogan el reclamo democrático. Esta reflexión, postula, debe desembocar y enriquecerse en la lucha de ideas, en el fortalecimiento de la voz popular y la renovación de una lealtad con México y su futuro que las realidades de hoy arrinconan y despojan de sentido, hasta vaciar de contenido a una democracia que apenas se estrena. Los cambios nacionales que David Ibarra reclama son profundos. No serán fruto de la casualidad o dictados de las leyes de la naturaleza o de la economía. Tendrán que provenir de una nueva voluntad colectiva y de poder forjadas en la conversación y la discusión democráticas. Las mudanzas vividas, como gusta llamarlas, así como las que deben buscarse, sólo pueden comprenderse con una economía política que sin renunciar al análisis, ni olvidar el rigor, ¡Los números de Ibarra!, tampoco puede desprenderse del compromiso político con la democracia y la justicia social, con la nación y su historia. David Ibarra ha sido y es un consumado y admirable maestro. Sabe y gusta de rebatir y debatir, con la ironía como cómplice infaltable; cultiva el respeto intelectual que no confunde con la condescendencia o el rechazo por la callada. Desde Mercados, desarrollo y política económica hasta que empezó su entusiasta ciclo como intelectual publico, frente a las catástrofes del gran ajuste de los años 80, Ibarra ha sido diestro en la polémica y el análisis, y ambicioso en la síntesis. Su ambición, coronada con éxito en sus libros y el periodismo, ha sido combinar economía y política, filosofía y cultura; darle a la noción de ciudadanía un bagaje económico e histórico; imponerle a la democracia objetivos y adjetivos sin los cuales la política, tan plural como se quiera, se vuelve juego de abalorios, vacío de contenidos y frágil como método para resolver civilizadamente la lucha por el poder. Ibarra es contundente: sin una recreación de las mediaciones e instituciones que tenemos; sin un firme compromiso con la innovación económica y la equidad social, la democracia se vuelve política sometida a la más vulgar especulación, cuando no pantalla para un juego de poder tan descarnado y excluyente como lo fue en la fase autoritaria de nuestra evolución política. De aquí su insistencia en los derechos humanos como barómetro insoslayable del desempeño económico y social. El suyo no es un ejercicio sobre la nostalgia sino un empeño racional por reconstruir el futuro nacional. En tiempos de ruido y furia, y de sordera militante del poder, como son los actuales para la economía y la política, las creencias y la cultura, un ejercicio crítico razonado como el que propone Ibarra, es un servicio público de alto valor y una muestra más de su generosa magistratura.

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