Hace dos entregas proponíamos al lector una preparación lúdica para abrir paso a las fiestas del Bicentenario y del Centenario. En aquella ocasión dimos una vuelta somerísima sobre lo que nuestros escritores han dicho acerca de nuestro atormentado siglo XIX. Es cierto que aquél estuvo caracterizado por el desorden, casi la anarquía y el descontrol político de un país en busca de su carácter y de su identidad. Sin embargo, si a algún siglo habríamos de llamar mexicano, ése, es el XX.
Durante el XX entramos en madurez, nos definimos como Estado a plenitud después de la Revolución social de 1910 y nos abrimos al mundo en el complejo ecosistema, perspicaz y depredatorio, de la Guerra Fría. Es de aquel siglo, que apenas hace una década era nuestro hogar, la manufactura de uno de los géneros literarios más impresionantes como movimiento y como conjunto de obras, de la lengua española, la novela de la Revolución. Su lectura es otro modo de prepararnos para esta nueva fiesta del Centenario.
La novela de la Revolución es muchas cosas, un género centauro, como llamaba Alfonso Reyes a los géneros que son varias cosas a la vez —por ejemplo, el ensayo—. En el caso de la narrativa revolucionaria se exponen desde los temas más puros de novela histórica, como La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, o Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, hasta los análisis de la memoria casi poética de los testigos —que no protagonistas —, como Las manos de mamá, de Nellie Campobello, o la Oración del 13 de Febrero, de Alfonso Reyes . La novela de la Revolución es todo un universo en sí misma. Se amontonan en la memoria títulos como Los de abajo, de Mariano Azuela, o Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, pero si de veras alguien quiere bucear en ese océano, no puede olvidar sumergirse en la clásica antología de Antonio Castro Leal, editada hace mucho por Aguilar y, con los años, ya un tesoro de bibliófilo.
Sin embargo, por la Revolución hablarán todavía muchos más. Así, lejos del Zapata descafeinado y místico de la película de Arau, muchos autores de nuestro tiempo hablaron de la Revolución y revisitarlos es también prepararnos para su festejo: El llano en llamas o Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Los relámpagos de agosto, del magnífico y malogrado Jorge Ibargüengoitia, e incluso pocas visiones tan dulces y gratas de los años inmediatos a la pacificación, como Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco.
En fin, todo un universo. El hecho es que este año nos depara momentos importantes para redefinir el rumbo de nuestra nación y encontrarnos con nosotros mismos, con nuestras ideas y nuestros temores, de hacerles frente y renacer fortalecidos. Si existe una constante en nuestra historia, si hay algo que ha seguido siempre en crecimiento y en desarrollo, pese a todas las limitaciones, violencias y carencias, eso es el arte y la literatura nacionales, leerla es el mejor homenaje que podemos rendir a quienes construyeron nuestro país.
Durante el XX entramos en madurez, nos definimos como Estado a plenitud después de la Revolución social de 1910 y nos abrimos al mundo en el complejo ecosistema, perspicaz y depredatorio, de la Guerra Fría. Es de aquel siglo, que apenas hace una década era nuestro hogar, la manufactura de uno de los géneros literarios más impresionantes como movimiento y como conjunto de obras, de la lengua española, la novela de la Revolución. Su lectura es otro modo de prepararnos para esta nueva fiesta del Centenario.
La novela de la Revolución es muchas cosas, un género centauro, como llamaba Alfonso Reyes a los géneros que son varias cosas a la vez —por ejemplo, el ensayo—. En el caso de la narrativa revolucionaria se exponen desde los temas más puros de novela histórica, como La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, o Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, hasta los análisis de la memoria casi poética de los testigos —que no protagonistas —, como Las manos de mamá, de Nellie Campobello, o la Oración del 13 de Febrero, de Alfonso Reyes . La novela de la Revolución es todo un universo en sí misma. Se amontonan en la memoria títulos como Los de abajo, de Mariano Azuela, o Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz, pero si de veras alguien quiere bucear en ese océano, no puede olvidar sumergirse en la clásica antología de Antonio Castro Leal, editada hace mucho por Aguilar y, con los años, ya un tesoro de bibliófilo.
Sin embargo, por la Revolución hablarán todavía muchos más. Así, lejos del Zapata descafeinado y místico de la película de Arau, muchos autores de nuestro tiempo hablaron de la Revolución y revisitarlos es también prepararnos para su festejo: El llano en llamas o Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Los relámpagos de agosto, del magnífico y malogrado Jorge Ibargüengoitia, e incluso pocas visiones tan dulces y gratas de los años inmediatos a la pacificación, como Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco.
En fin, todo un universo. El hecho es que este año nos depara momentos importantes para redefinir el rumbo de nuestra nación y encontrarnos con nosotros mismos, con nuestras ideas y nuestros temores, de hacerles frente y renacer fortalecidos. Si existe una constante en nuestra historia, si hay algo que ha seguido siempre en crecimiento y en desarrollo, pese a todas las limitaciones, violencias y carencias, eso es el arte y la literatura nacionales, leerla es el mejor homenaje que podemos rendir a quienes construyeron nuestro país.
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