miércoles, 27 de enero de 2010

REFORMA Y RESPONSABILIDAD POLÍTICA

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

A la memoria de mi madre, a 3 años de su partida

Para todos los efectos la discusión sobre la reforma política está en curso. Los foros públicos convocados por el Senado ayer y antier constituyen el primer paso formal que antecede la discusión en sede legislativa de la iniciativa presentada por el Presidente de la República el 15 de diciembre pasado. Además, según el dicho de los líderes nacionales del PRI y del PRD, en los próximos días vendrán a sumarse las que presentarán esos partidos. Tal parece que, más allá de la pertinencia concreta de sus propuestas, la iniciativa de Calderón ha tenido un benéfico efecto desencadenador que debe celebrarse.

De cara a lo que será, sin duda un intenso (y espero fructífero) debate, vale la pena subrayar la histórica responsabilidad que enfrentan los actores políticos y sociales, y en particular los integrantes de los órganos legislativos involucrados en la reforma de la Constitución. Me parece que esa responsabilidad política supone, invariablemente, hacerse cargo de los siguientes aspectos:

1. La necesidad y la oportunidad de procesar una reforma del régimen institucional que lo revise y rediseñe en clave democrática (lo que supone sobreponerse a la tentación de plantear propuestas que en aras de la gobernabilidad erosionen la representatividad del sistema político). Hoy tenemos un diseño constitucional desfasado y que lejos de estimular la colaboración y la generación de consensos, alimenta la confrontación y el obstruccionismo a la par de que no establece un efectivo régimen de responsabilidades políticas. El mismo debe revisarse profundamente y con urgencia.

2. La reforma debe hacerse sobreponiendo el interés común al particular. Se trata de una tarea en la que debe prevalecer una visión de Estado y no una visión de partido. Esto es particularmente relevante si se piensa que hacia mediados de este año se verificarán elecciones en quince Estados (en doce de los cuales se renovarán gubernaturas). La operación de reforma no puede estar “contaminada” políticamente por los intereses en juego en este año. Debe prevalecer una mirada de largo alcance —de Estado precisamente— y no regida por el cortoplacismo electorero; al fin y al cabo de lo que se trata es, ni más ni menos, de definir las reglas del funcionamiento del Estado en el futuro.

3. La discusión de las diversas propuestas debe darse en un contexto de diálogo respetuoso e informado. Debemos asumir todos que respecto de estos temas no hay verdades absolutas; por ello debe vencerse la tentación (en el fondo profundamente autoritaria) de asumir que los planteamientos realizados son inobjetables, dogmas que por fuerza deben aceptarse. Las eventuales reformas deben ser el resultado de un diálogo racional que pondere, sin excepción, todos los pros y los contras de las propuestas.

Pero además, en el debate no hay cabida para descalificaciones a priori, ni de afirmaciones maniqueas y demagógicas como el asumir que en esta historia hay buenos o malos, que hay quienes están con los ciudadanos o en contra de éstos. Por eso es lamentable el arrebato del presidente Calderón que ayer –en una clara reacción frente a las opiniones contrarias a su iniciativa vertidas en el foro organizado por el Senado— acusó a los opositores de su propuesta de buscar privilegiar “las maquinarias partidistas por encima de los ciudadanos”. Esas posturas en nada ayudan a los acuerdos.

4. Finalmente debemos asumir que las reformas deben ser el resultado de un consenso generalizado y no únicamente de la imposición de una parte, incluso mayoritaria, de los llamados a tomar las decisiones. No debemos olvidar que, para decirlo en términos de Bobbio, lo que está por definirse son las reglas básicas sobre las que se busca ordenar la convivencia política y que éstas deben ser el resultado de un acuerdo político fundamental que exprese el compromiso colectivo de todos los miembros de la sociedad y no sólo de parte de ella. Por eso, particularmente en estos temas, debe privilegiarse el máximo de consenso y el mínimo de imposición.

Parecen obviedades, pero no por ello deben menospreciarse ni dejar de asumirse como exigencias para que la reforma —la que sea— llegue a buen puerto.

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