En México la policía no combate el delito, lo administra, lo maneja, lo dosifica; es su cómplice o encubridor, su socio, y a veces en beneficio de sus propios intereses actúa como perseguidor del delito para que ese inmenso negocio no se le vaya de las manos, manteniendo a la población en vilo para darle o quitarle la seguridad, según sus propias conveniencias.
En ese juego perverso, los policías pueden convertirse en víctimas de sus ambiciones desmesuradas y de su inmoralidad sin límite cuando atentan contra los intereses de los grupos criminales que les pagan para que los encubran, o cuando la presión de la sociedad y del mismo gobierno los obliga a combatir a sus propios clientes delincuenciales.
En este fenómeno tan perverso de corrupción, el dinero y los intereses económicos sólo benefician en forma marginal a los policías que están en el combate directo al delito, los cuales tienen que “compartir” sus ganancias con las jerarquías que les permiten obtener ese botín, repitiéndose esta conducta en forma progresiva, mientras los niveles de poder van siendo más elevados, ya que esas pirámides no podrían funcionar si no permearan hacia arriba en sus inmensas ganancias.
La mecánica descrita es exactamente igual en las estructuras del narcotráfico, que sólo les permite pequeñas ganancias marginales a los que siembran la droga y la transportan, quedando el gran botín para los que dirigen y dominan esas organizaciones criminales.
Esta realidad que todos sufrimos es también muy evidente para los distintos niveles de gobierno que no la han querido aceptar, ya que pretenden vivir una esquizofrenia social y política, que supone que les va a permitir dormir con sus enemigos creyendo que los policías, ministerios públicos y otras autoridades son sus instrumentos y sus lacayos serviles o los chivos expiatorios de la furia ciudadana, sin comprender que finalmente el fenómeno criminal afectará con mayor impacto al propio gobierno en todos sus niveles, como ahora lo estamos viendo a diario.
Quienes duden de cómo opera este sistema tan perverso, sólo tienen que reconocer con un mínimo de sentido de la realidad, que en cualquier ciudad de este país no hay prostitutas en las calles ni en los table dances, ni en cualquier servicio a domicilio que no se halle bajo la protección de las distintas policías y autoridades, y esto comienza desde su “importación ilegal”, donde intervienen las inspecciones aduanales y migratorias para proteger estos cargamentos humanos que se mueven por el país sin ser tocados, salvo en los casos en que algún operador quiera pasarse de vivo invadiendo terrenos concesionados a intereses ya comprometidos.
En ese mismo entorno, el ambulantaje ilegal y el robo consuetudinario en todas sus expresiones son de la propiedad policiaca, que es dueña y usufructuaria de las calles, los mercados, las centrales de abasto, los entornos de escuelas y universidades; y así las tienditas, los picaderos y la vida cotidiana del hampa son territorios de preventivos, judiciales, aduanales, migratorios y de toda la fauna policiaca habida y por haber, mientras los ministerios públicos y sus jefes actúan como el siguiente escalón de la “administración” delincuencial para proteger, extorsionar o castigar a conveniencia, hasta llegar a los jueces, donde por fortuna la corrupción no es total; llegando finalmente al sistema carcelario, que es la expresión más cínica y decantada de esa corrupción, donde los penales se administran en forma mancomunada entre delincuentes y autoridades, para convertirlos en centros de expansión delincuencial y extorsión a niveles que son verdaderamente inenarrables, y que solamente explotan cuando el choque de las fuerzas de la corrupción así lo determinan.
Para constatar estas premisas sólo se necesita cortar un árbol en cualquier banqueta para que surja de la nada una patrulla a cobrar su cuota de corrupción, y lo mismo ocurre al iniciar una construcción que va a ser motivo de extorsión cotidiana, y si algún inocente cree que puede poner un puesto ambulante en una banqueta sin pagar las cuotas de corrupción, que lo haga para ver a qué velocidad aparece la Policía para extorsionarlo; en cambio, si alguien llama a los números de emergencia para pedir ayuda, que se arme de paciencia porque la respuesta llegará generalmente tarde, mal o nunca.
Para combatir con éxito estas conductas tan perversas hemos tenido experiencias muy positivas, que en su momento fueron bien conocidas, las cuales merecen ser recordadas para que no se diga, de buena o mala fe, que nada más hay críticas y no se dan soluciones.
En ese juego perverso, los policías pueden convertirse en víctimas de sus ambiciones desmesuradas y de su inmoralidad sin límite cuando atentan contra los intereses de los grupos criminales que les pagan para que los encubran, o cuando la presión de la sociedad y del mismo gobierno los obliga a combatir a sus propios clientes delincuenciales.
En este fenómeno tan perverso de corrupción, el dinero y los intereses económicos sólo benefician en forma marginal a los policías que están en el combate directo al delito, los cuales tienen que “compartir” sus ganancias con las jerarquías que les permiten obtener ese botín, repitiéndose esta conducta en forma progresiva, mientras los niveles de poder van siendo más elevados, ya que esas pirámides no podrían funcionar si no permearan hacia arriba en sus inmensas ganancias.
La mecánica descrita es exactamente igual en las estructuras del narcotráfico, que sólo les permite pequeñas ganancias marginales a los que siembran la droga y la transportan, quedando el gran botín para los que dirigen y dominan esas organizaciones criminales.
Esta realidad que todos sufrimos es también muy evidente para los distintos niveles de gobierno que no la han querido aceptar, ya que pretenden vivir una esquizofrenia social y política, que supone que les va a permitir dormir con sus enemigos creyendo que los policías, ministerios públicos y otras autoridades son sus instrumentos y sus lacayos serviles o los chivos expiatorios de la furia ciudadana, sin comprender que finalmente el fenómeno criminal afectará con mayor impacto al propio gobierno en todos sus niveles, como ahora lo estamos viendo a diario.
Quienes duden de cómo opera este sistema tan perverso, sólo tienen que reconocer con un mínimo de sentido de la realidad, que en cualquier ciudad de este país no hay prostitutas en las calles ni en los table dances, ni en cualquier servicio a domicilio que no se halle bajo la protección de las distintas policías y autoridades, y esto comienza desde su “importación ilegal”, donde intervienen las inspecciones aduanales y migratorias para proteger estos cargamentos humanos que se mueven por el país sin ser tocados, salvo en los casos en que algún operador quiera pasarse de vivo invadiendo terrenos concesionados a intereses ya comprometidos.
En ese mismo entorno, el ambulantaje ilegal y el robo consuetudinario en todas sus expresiones son de la propiedad policiaca, que es dueña y usufructuaria de las calles, los mercados, las centrales de abasto, los entornos de escuelas y universidades; y así las tienditas, los picaderos y la vida cotidiana del hampa son territorios de preventivos, judiciales, aduanales, migratorios y de toda la fauna policiaca habida y por haber, mientras los ministerios públicos y sus jefes actúan como el siguiente escalón de la “administración” delincuencial para proteger, extorsionar o castigar a conveniencia, hasta llegar a los jueces, donde por fortuna la corrupción no es total; llegando finalmente al sistema carcelario, que es la expresión más cínica y decantada de esa corrupción, donde los penales se administran en forma mancomunada entre delincuentes y autoridades, para convertirlos en centros de expansión delincuencial y extorsión a niveles que son verdaderamente inenarrables, y que solamente explotan cuando el choque de las fuerzas de la corrupción así lo determinan.
Para constatar estas premisas sólo se necesita cortar un árbol en cualquier banqueta para que surja de la nada una patrulla a cobrar su cuota de corrupción, y lo mismo ocurre al iniciar una construcción que va a ser motivo de extorsión cotidiana, y si algún inocente cree que puede poner un puesto ambulante en una banqueta sin pagar las cuotas de corrupción, que lo haga para ver a qué velocidad aparece la Policía para extorsionarlo; en cambio, si alguien llama a los números de emergencia para pedir ayuda, que se arme de paciencia porque la respuesta llegará generalmente tarde, mal o nunca.
Para combatir con éxito estas conductas tan perversas hemos tenido experiencias muy positivas, que en su momento fueron bien conocidas, las cuales merecen ser recordadas para que no se diga, de buena o mala fe, que nada más hay críticas y no se dan soluciones.
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