En estos días se ha puesto de moda el viejo problema de la cada vez más intensa participación de la Iglesia católica en la vida política. No le perdonan al PRD ni, por tanto, a la Asamblea del Distrito Federal ni al jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, que se haya aprobado la ley que regula la relación entre personas del mismo sexo.
Mi vieja experiencia española hace que eso me recuerde los tiempos previos a la Guerra Civil y, por supuesto, toda la época del franquismo en que la Iglesia se desempeñaba con total descaro en la vida política. Uno de los motivos por los que Pío XII me cayó siempre mal fue porque bendijo una espada para Franco. Claro que en tiempos de Juan XXIII y su encíclica social Mater et Magistra mi visión de la Iglesia necesariamente cambió.
Entre uno de los muchos motivos por los que admiro a Benito Juárez se encuentran, desde luego, las Leyes de Reforma que sirvieron para caracterizar a México como un Estado laico. Pasada la guerra cristera, de ingrata memoria, la Iglesia mexicana se había mantenido en un nivel hasta cierto punto discreto, sin olvidar la importancia de un personaje como el obispo Samuel Ruiz cuya intervención con motivo del conflicto en Chiapas promovido por los zapatistas del subcomandante Marcos, siempre ha merecido todo mi respeto.
Los tiempos de la política han cambiado ciertamente. El gobierno panista propicia un renacimiento de la Iglesia que se hace cada vez más evidente. Pero hasta ahora el laicismo ha conservado su papel en el gobierno, un poco más que en la época de Vicente Fox.
Por ello mismo no me ha dejado de asombrar algo que no vi sino hace unos pocos días. Asuntos profesionales me llevaron al edificio de Reforma 476, sede del Instituto Mexicano del Seguro Social, lugar por el que tengo una especial admiración, tanto por su función social fundamental en nuestro país como por el hecho de que trabajé allí durante veintiocho años como abogado litigante. Hoy soy un empleado jubilado, lo que evidentemente no me hace rico pero mantiene los derechos de Nona, mi esposa, y los míos, para recibir atención médica de alta calidad en caso necesario.
Al bajar del automóvil y tratar de ingresar al IMSS me encontré con la sorpresa del siglo. Mi antiguo edificio se había transformado en un templo católico con adornos muy costosos que representan a la virgen María, a San José, al niño Jesús, que por cierto les quedó bastante feo, y a los Santos Reyes o Reyes Magos, como aprendí a calificarlos cuando de chico esperaba sus regalos la noche del 5 al 6 de enero.
Dudé de la prudencia del señor director del IMSS e imaginé, no lo conozco, que era producto de alguno de los muchos centros de estudio nacidos al calor de la Iglesia católica y, por supuesto, de una familia profundamente religiosa.
Para mi tranquilidad relativa, fui informado de que el propio director se llevó un disgusto cuando algún funcionario menor, tal vez no tan menor, le presentó orgulloso su pretendida obra de arte, en el fondo una faceta política que no tiene por qué representar nuestro instituto. Por lo menos en la Ley del Seguro Social no hay disposición alguna que autorice ese exhibicionismo.
Podría yo también criticar, dicho sea de paso, ese adefesio que pretende ser el árbol de Navidad más grande del mundo y que ha sido durante todo este invierno un grave obstáculo para la visibilidad del Paseo de la Reforma. Lo que ocurre es que esa hermosa avenida tiene hoy la tendencia a convertirse en la expresión popular de muchas cosas, entre otras, la satisfacción de nuestra gente que invade el Ángel de la Independencia para festejar algún éxito nacional en el futbol.
Escribo el jueves 7 por la noche y confío que cuando ustedes lean estas líneas el próximo domingo, la fachada del IMSS haya recuperado su dignidad, los caballeros que ingresan no tengan que quitarse el sombrero (lo que sería un acto muy raro porque ya no se usan) y las damas colocarse discretamente un velo, antes de iniciar cualquier trámite que tenga que ver con aseguramientos, pensiones, cuestiones médicas o registro de empresas. De otro modo el espíritu de Benito Juárez protestará enérgicamente porque se hagan esas cosas en el Paseo de su Reforma.
Mi vieja experiencia española hace que eso me recuerde los tiempos previos a la Guerra Civil y, por supuesto, toda la época del franquismo en que la Iglesia se desempeñaba con total descaro en la vida política. Uno de los motivos por los que Pío XII me cayó siempre mal fue porque bendijo una espada para Franco. Claro que en tiempos de Juan XXIII y su encíclica social Mater et Magistra mi visión de la Iglesia necesariamente cambió.
Entre uno de los muchos motivos por los que admiro a Benito Juárez se encuentran, desde luego, las Leyes de Reforma que sirvieron para caracterizar a México como un Estado laico. Pasada la guerra cristera, de ingrata memoria, la Iglesia mexicana se había mantenido en un nivel hasta cierto punto discreto, sin olvidar la importancia de un personaje como el obispo Samuel Ruiz cuya intervención con motivo del conflicto en Chiapas promovido por los zapatistas del subcomandante Marcos, siempre ha merecido todo mi respeto.
Los tiempos de la política han cambiado ciertamente. El gobierno panista propicia un renacimiento de la Iglesia que se hace cada vez más evidente. Pero hasta ahora el laicismo ha conservado su papel en el gobierno, un poco más que en la época de Vicente Fox.
Por ello mismo no me ha dejado de asombrar algo que no vi sino hace unos pocos días. Asuntos profesionales me llevaron al edificio de Reforma 476, sede del Instituto Mexicano del Seguro Social, lugar por el que tengo una especial admiración, tanto por su función social fundamental en nuestro país como por el hecho de que trabajé allí durante veintiocho años como abogado litigante. Hoy soy un empleado jubilado, lo que evidentemente no me hace rico pero mantiene los derechos de Nona, mi esposa, y los míos, para recibir atención médica de alta calidad en caso necesario.
Al bajar del automóvil y tratar de ingresar al IMSS me encontré con la sorpresa del siglo. Mi antiguo edificio se había transformado en un templo católico con adornos muy costosos que representan a la virgen María, a San José, al niño Jesús, que por cierto les quedó bastante feo, y a los Santos Reyes o Reyes Magos, como aprendí a calificarlos cuando de chico esperaba sus regalos la noche del 5 al 6 de enero.
Dudé de la prudencia del señor director del IMSS e imaginé, no lo conozco, que era producto de alguno de los muchos centros de estudio nacidos al calor de la Iglesia católica y, por supuesto, de una familia profundamente religiosa.
Para mi tranquilidad relativa, fui informado de que el propio director se llevó un disgusto cuando algún funcionario menor, tal vez no tan menor, le presentó orgulloso su pretendida obra de arte, en el fondo una faceta política que no tiene por qué representar nuestro instituto. Por lo menos en la Ley del Seguro Social no hay disposición alguna que autorice ese exhibicionismo.
Podría yo también criticar, dicho sea de paso, ese adefesio que pretende ser el árbol de Navidad más grande del mundo y que ha sido durante todo este invierno un grave obstáculo para la visibilidad del Paseo de la Reforma. Lo que ocurre es que esa hermosa avenida tiene hoy la tendencia a convertirse en la expresión popular de muchas cosas, entre otras, la satisfacción de nuestra gente que invade el Ángel de la Independencia para festejar algún éxito nacional en el futbol.
Escribo el jueves 7 por la noche y confío que cuando ustedes lean estas líneas el próximo domingo, la fachada del IMSS haya recuperado su dignidad, los caballeros que ingresan no tengan que quitarse el sombrero (lo que sería un acto muy raro porque ya no se usan) y las damas colocarse discretamente un velo, antes de iniciar cualquier trámite que tenga que ver con aseguramientos, pensiones, cuestiones médicas o registro de empresas. De otro modo el espíritu de Benito Juárez protestará enérgicamente porque se hagan esas cosas en el Paseo de su Reforma.
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