Decía un clásico francés que la laicidad del Estado es “una idea sencilla, una historia larga y una realidad complicada”. Es nada menos la frontera entre el ámbito de las creencias personales y la garantía de las libertades públicas. Es la plataforma sobre la que se ha erigido la modernidad, la evolución de la ciencia y el señorío del hombre ante su destino. Ciertamente, la era posmoderna ha implicado la ruptura de certidumbres históricas y equilibrios alcanzados, junto con el regreso de fantasmas que creíamos enterrados. Así como el cambio climático recuerda los deshielos de hace milenios, la guerra desatada por la jerarquía católica parece convocar la furia inquisitorial incubada en los dogmas de la Edad Media. Ratzinger cree que ha llegado el fin de una época de cambios para abrir un cambio de época. Mientras las autoridades públicas no aciertan a imaginar siquiera una nueva gobernanza mundial, las huestes clericales penetran los vacíos políticos generados por la crisis global. Una cruzada contemporánea: la otra cara del terrorismo musulmán. A diferencia de su antecesor, para quien el “eje del mal” moraba en los estados socialistas, este Papa socava los fundamentos del Estado democrático occidental. No ignora que el “leviatán” se construyó para detener el poder terrenal de la Iglesia y que la expansión de los derechos civiles ha sido el antídoto posible contra la prepotencia del dogma y la desigualdad inherente a las sociedades jerárquicas. En México, la batalla adopta gesticulaciones desafiantes que rememoran la “cristiada”. Exhibe además la alianza seminal del clero con el partido de la derecha y la inverosímil docilidad del otrora partido revolucionario, que vende una vez su primogenitura por un plato de votos. Es una campaña explícita contra las izquierdas. Entre nosotros, como en todo el planeta, las guerras religiosas han sido las más cruentas. De ellas surge en el siglo XIX lo que hemos conocido como República Mexicana. La rebeldía eclesiástica contra la Constitución de 1917 fue apagada al fin mediante el acuerdo y el modus vivendi de 1929 selló la paz social y el predominio de las reglas no escritas sobre la ley. Torres Bodet narra en Años contra el tiempo las delicadas negociaciones en 1945 que condujeron a la revisión del artículo tercero, en reemplazo de la “educación socialista”. Tal fue el cimiento de la “unidad nacional” y la definición constitucional vigente de nuestra democracia, sus principios y el carácter laico del Estado. Sin duda, un pacto histórico. Ese acuerdo fue revisado por Carlos Salinas en aras de su legitimación política. Se reconoció a las iglesias personalidad jurídica y se establecieron relaciones con el Vaticano. Se mantuvo sin embargo la separación entre la Iglesia y el Estado, así como prohibiciones esenciales a los ministros de los cultos: no asociarse políticamente ni hacer críticas a las leyes y al gobierno. Las bravatas del episcopado son violatorias de ese acuerdo y de la Constitución misma. Prueban que la clerecía no asumió el carácter —a la vez consensual y obligatorio— de esas reformas, sino las estimó como una victoria más en el camino de una estrategia hegemónica. Más exitosa mientras mayor sea la debilidad de las instituciones públicas. Norberto Rivera llama a la “desobediencia civil” y a subvertir el orden jurídico: “No se puede obedecer primero a las leyes de los hombres que a Dios, porque Él es la ley suprema”. Sandoval invita a “prepararse para una guerra” y advierte éstas “duran cuatro, cinco o 10 años”. Sería menester reaccionar con energía legal ante semejantes afrentas. La primera de las reformas políticas es el rescate de la laicidad del Estado: la adopción del capítulo consensuado sobre derechos humanos en la Constitución y la devolución al César de sus poderes por el pleno ejercicio de la soberanía popular.
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