El alma de nuestra Constitución no puede cambiar. Hay pueblos cuya historia se ha realizado como un aluvión de herencias que se acumulan y coexisten. Otros, como un programa ideológico en el que la evolución se realiza hasta el estado presentido por los fundadores. Unos más, como el nuestro, se ha realizado en medio de profundas luchas por la conquista de la identidad, la búsqueda del proyecto nacional y el triunfo de las libertades. Pocos pueblos, por ejemplo, el nuestro, ofrecen una historia tan rica en hechos como en ideas y en pocos también es posible dar seguimiento a ciertos principios que conforman sus acuerdos políticos fundamentales. Este abecé de nuestro vocabulario político comprende el producto de nuestras luchas y los acuerdos que nos permiten afirmar la existencia del Estado mexicano como una realidad con pasado compartido y futuro por venir. En todas esas luchas se identifican ciertos anhelos, entre ellos, la libertad, el imperio de la ley, la democracia y la soberanía; cada lucha retratada en un proyecto constitucional ha dado cuenta de cómo esos anhelos se plasmaban en textos legales que heredarían sus sucesoras históricas. Lejos de la formulación de leyes históricas, hablamos de la manera en que los mexicanos hemos desarrollado para enunciar nuestros acuerdos fundamentales. La Constitución de 1824 contiene la base de esos acuerdos, en los que decidimos ser una nación independiente y soberana; optamos por el federalismo como forma de organización política y decidimos que la democracia y la representatividad serían las bases de nuestra legitimidad política. Sin duda, no se trató de valores completamente realizados, sino de decisiones por las que habrían de apostar las generaciones futuras. La Constitución de 1857, por su parte, desarrolló los derechos individuales como base de la convivencia ciudadana y marcó el límite al poder del Estado; estableció el Estado laico y la separación de las iglesias y el poder político como fundamento de nuestro pensamiento cívico y, aun en su individualismo, debemos a ese momento la gran mayoría de las libertades ciudadanas de que hoy disfrutamos. La Ley Suprema de 1917, la primera con carácter social en el mundo, terminó de dibujar nuestras decisiones políticas fundamentales; así, mientras fincó el principio de la no reelección, por principio para el Ejecutivo, estableció los derechos de las minorías, de los grupos sociales, y fijó el estado social como concreción de la vida democrática. Toda esta historia, resumida en acuerdos ciudadanos, conforman el núcleo duro de nuestra vida constitucional; es el alma de nuestra Constitución que no puede cambiar sino con la decisión soberana del pueblo y es también el marco mínimo sobre el que debe versar cualquier discusión acerca de su futuro si se quiere, en el fondo, gozar de legitimidad política e histórica.
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