A una semana de la tragedia haitiana que ha provocado 70 mil personas enterradas en fosas comunes, cerca de 200 mil muertos, un millón y medio de damnificados (casi 20% de la población) y unos 400 mil huérfanos, la paradoja de esta nación caribeña es terrible: nunca como ahora Haití ha concentrado la atención mediática global, pero a pesar de este fenómeno, la ayuda no ha llegado a los afectados en la misma magnitud e intensidad que el rating generado por los noticiarios televisivos, las agencias informativas y hasta los eventos del show bussines, como la entrega de los Globos de Oro.
Antes de que arribaran los miles de efectivos militares de Estados Unidos en esta especie de “invasión humanitaria”, a Haití ya habían llegado los “ejércitos” de las grandes cadenas televisivas occidentales, en una especie de “invasión mediática” para que el mundo viera, con esa mezcla de escozor y morbo, las pilas de muertos en las calles, la ausencia de gobierno y el exceso de comentaristas y reporteros “de la tragedia” que se han solazado en la destrucción de Haití.
Quizá sólo la hambruna de Somalia o el tsunami de Indonesia provocaron una reacción tan contrastante como la que se observa ahora en Haití.
Por un lado, hay una conmoción genuina y real de las audiencias que observan a todas horas las imágenes y los “reportes especiales” desde las ruinas de Puerto Príncipe pero, por otro, la incapacidad de las Naciones Unidas (ONU), la ostentosa gendarmería humanitaria de Washington y la descoordinación evidente para la asistencia médica y alimentaria han agudizado lo que supuestamente este exceso de cobertura mediática pretende evitar.
Tal parece que el monstruo del rating está a la espera de nuevas escenas dantescas donde se observe cómo un ciudadano de Haití arroja el féretro de un menor calcinado o que las revueltas y los saqueos provocados por la desesperación se transformen en una especie de guerra civil transmitida en vivo. En Haití parece surgir el reality trágico, un nuevo género que informa poco y satura mucho con imágenes conmovedoras.
La invasión mediática a Haití no ha permitido que el mundo conozca mejor a este país tan castigado por las potencias circundantes (desde Francia hasta Estados Unidos), tan estigmatizado por enfermedades y epidemias (apenas en la década de los ochenta, la ultraderecha consideraba que el sida era una enfermedad de “triple h”: homosexuales, heroinómanos y haitianos), ni que las audiencias aprecien la riqueza social, la auténtica solidaridad de una nación empobrecida, pero que ha sabido sobrevivir a la etiqueta de “nación más pobre de América Latina” que desde un inicio ha pesado sobre ella.
Resulta grotesco escuchar a los comentaristas que, “desde el lugar de los hechos”, sólo tratan de convencernos de que esta es “la peor tragedia que he visto en mi vida”, pero desconocen datos elementales de la historia reciente de Haití, qué sucedió con la transición democrática inconclusa y cuál es la corresponsabilidad de Washington y de la propia ONU en las continuas carencias de este país.
El enfoque emocional, por encima del enfoque informativo, ha prevalecido en la cobertura de las grandes cadenas, con notables excepciones que es difícil hallar en la pantalla comercial, tanto abierta como restringida.
Los haitianos no merecen ser un gran set del melodrama, ni un Teletón a modo para que los filántropos de siempre laven su imagen y culpas. Es necesario que Haití se transforme en el epicentro de un cambio en las estrategias de rescate y de ayuda humanitaria.
La derrota no es sólo de un gobierno incapaz de sacar a flote a su nación sino también de la ONU, que se encuentra envuelta en este “desastre logístico” que acrecienta el hambre, las enfermedades y la muerte.
Antes de que arribaran los miles de efectivos militares de Estados Unidos en esta especie de “invasión humanitaria”, a Haití ya habían llegado los “ejércitos” de las grandes cadenas televisivas occidentales, en una especie de “invasión mediática” para que el mundo viera, con esa mezcla de escozor y morbo, las pilas de muertos en las calles, la ausencia de gobierno y el exceso de comentaristas y reporteros “de la tragedia” que se han solazado en la destrucción de Haití.
Quizá sólo la hambruna de Somalia o el tsunami de Indonesia provocaron una reacción tan contrastante como la que se observa ahora en Haití.
Por un lado, hay una conmoción genuina y real de las audiencias que observan a todas horas las imágenes y los “reportes especiales” desde las ruinas de Puerto Príncipe pero, por otro, la incapacidad de las Naciones Unidas (ONU), la ostentosa gendarmería humanitaria de Washington y la descoordinación evidente para la asistencia médica y alimentaria han agudizado lo que supuestamente este exceso de cobertura mediática pretende evitar.
Tal parece que el monstruo del rating está a la espera de nuevas escenas dantescas donde se observe cómo un ciudadano de Haití arroja el féretro de un menor calcinado o que las revueltas y los saqueos provocados por la desesperación se transformen en una especie de guerra civil transmitida en vivo. En Haití parece surgir el reality trágico, un nuevo género que informa poco y satura mucho con imágenes conmovedoras.
La invasión mediática a Haití no ha permitido que el mundo conozca mejor a este país tan castigado por las potencias circundantes (desde Francia hasta Estados Unidos), tan estigmatizado por enfermedades y epidemias (apenas en la década de los ochenta, la ultraderecha consideraba que el sida era una enfermedad de “triple h”: homosexuales, heroinómanos y haitianos), ni que las audiencias aprecien la riqueza social, la auténtica solidaridad de una nación empobrecida, pero que ha sabido sobrevivir a la etiqueta de “nación más pobre de América Latina” que desde un inicio ha pesado sobre ella.
Resulta grotesco escuchar a los comentaristas que, “desde el lugar de los hechos”, sólo tratan de convencernos de que esta es “la peor tragedia que he visto en mi vida”, pero desconocen datos elementales de la historia reciente de Haití, qué sucedió con la transición democrática inconclusa y cuál es la corresponsabilidad de Washington y de la propia ONU en las continuas carencias de este país.
El enfoque emocional, por encima del enfoque informativo, ha prevalecido en la cobertura de las grandes cadenas, con notables excepciones que es difícil hallar en la pantalla comercial, tanto abierta como restringida.
Los haitianos no merecen ser un gran set del melodrama, ni un Teletón a modo para que los filántropos de siempre laven su imagen y culpas. Es necesario que Haití se transforme en el epicentro de un cambio en las estrategias de rescate y de ayuda humanitaria.
La derrota no es sólo de un gobierno incapaz de sacar a flote a su nación sino también de la ONU, que se encuentra envuelta en este “desastre logístico” que acrecienta el hambre, las enfermedades y la muerte.
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