Lo único inequívoco en el mundo que se acerca a la segunda década del milenio es la incertidumbre. Lo único cierto es la dureza de una crisis cuyo final se anuncia a diario para inmediatamente caer en la cuenta de su voluptuosidad engañosa, que se expresa en el repunte del desempleo americano, la lentitud del crecimiento europeo, el hundimiento griego o la implosión irlandesa. Mientras, en China los mandarines comunistas deshojan la margarita de su expansión y topan con las inclementes realidades de la inflación en ciernes y sus propias burbujas financieras. El mundo en peligro por las únicas certezas: su incapacidad para convenir en lo fundamental que, como en los años del despertar capitalista, está determinado por la precariedad de la existencia humana y el deterioro acelerado, imparable, del entorno. De crisis en crisis, la humanidad aprendió en el siglo XX que su protección no podía ser obra individual sino colectiva, e inventó el más ambicioso sistema de bienestar general que haya conocido la historia. Más adelante, tal vez como fruto de las nuevas sensibilidades y conciencias propiciadas por esos esquemas de protección solidaria, emergió el movimiento y la alerta ambientalista, hasta que en los años 70 el Club de Roma advirtiera sobre los límites del crecimiento. La toma de nota global sobre el horizonte autodestructivo del cambio climático ha seguido su curso, pero el optimismo ha dejado el lugar a la decepción o la cautela. Después de Copenhague 09, sólo queda redoblar las exigencias y esperar que en 2010 en México se obren milagros y las potencias tejan un acuerdo para la acción planetaria que despeje las discolerías de un interés nacional que apenas disfraza la prepotencia de las grandes corporaciones dispuestas a desatar una guerra de clases sin cuartel antes que revisar sus hojas de balance y admitir que la nueva era impone moderación en las ganancias y mucha inversión para el cambio tecnológico. Las tenazas de esta crisis global de amplio espectro se cierran en estos días en la capital imperial donde se impulsa el cambio climático y se gestó la explosión financiera. Obama encara los poderes atrincherados en Wall Street, pone a un lado la sabiduría convencional que lo ha acompañado en su gobierno hasta ahora y parece aprestarse a librar una batalla triple, con la Alta Finanza convertida en gran depredadora, con la Suprema Corte que como en los años 30 del siglo pasado aloja a lo peor de la soberbia conservadora, y con una derecha ululante y agresiva, dispuesta a todo, que le ha planteado al pueblo estadunidense alternativas desquiciadas contra la salud, el empleo o la prudencia que la recuperación del sistema financiero exige. De aquí los temores renacidos sobre la posibilidad de otra joroba recesiva en Estados Unidos que dé al traste con una recuperación festinada. La pauta europea de recuperación tranquila puede verse alterada por la crispación estadunidense y la recuperación latinoamericana de su trayectoria de crecimiento basada en las materias primas registrar correctivos globales y los provenientes de las correcciones chinas. La fortaleza de las democracias sureñas, celebrada por algunos con cargo a la derrota de la Concertación progresista chilena, puede verse una vez más atribulada por una combinación de reclamo social e inestabilidad elitaria, siempre presente pero ahora agudizada por las veleidades de un ciclo internacional que rehúsa volver al status quo anterior y reclama el diseño de nuevas variables para redefinir la noción de normalidad. Lo único cierto es el desamparo laboral que en Estados Unidos alcanza categoría de desamparo humano, mientras las aseguradoras y las grandes coaliciones farmacéuticas se las arreglan para sabotear una reforma de la salud cada día más achicada por los aventureros del Congreso estadunidense y sus desalmados voceros de Fox y similares. Si hacemos la suma elemental de naturaleza y trabajo, la ecuación que ordena al mundo del tercer milenio nos arroja perspectivas ominosas, mientras en los centros dominantes se empeñan en rendir culto a una sabiduría que en gran medida es la responsable de la crisis. Muchas sociedades democráticas viven situaciones sin control político reflexivo, como ocurre en la tierra de Dante y puede ocurrir en la de Neruda, si sus dirigentes se empeñan en confundir modernidad con liviandad política y moral. De aquí la necesidad de recuperar el sentido de urgencia y darle una dimensión más compleja que la impuesta por la crisis financiera. Lo que urge es darle al trabajo un sentido diferente al que le impuso la revolución de los ricos, que alcanzó sus extremos en la patria de Roosevelt. Lo que urge es actuar ya, para abatir la emisión de gases invernadero y empezar a respetar las metas de los científicos. Es en este cruce entre trabajo y naturaleza donde puede emerger una agenda global de renovación tecnológica que dé a la cohesión social el lugar que le corresponde y a la noción de ciudadanía global la carta de derechos que reclama para encarar sus acuciantes desafíos: la migración sin fin y el ajuste demográfico subversivo ante la desigualdad planetaria. Nosotros vivimos este cruce de caminos y lo pagamos en exceso: nuestros trabajadores sufren cuotas de desamparo económico e institucional inauditos que nos han vuelto impresentables como país emergente, y el deterioro de nuestro ambiente se exacerba con los días. Si a esto agregamos las tragedias nada silenciosas de una educación en abandono y una juventud sin expectativas, tendremos el cuadro sinóptico del despropósito nacional a que nos llevó una alternancia trucada por una puja política cuyos actores estelares optaron por el soslayo de lo principal (la supervivencia colectiva y la protección del entorno), so pretexto de no
sobrecargara la democracia en estreno con demandas ajenas a un proceso político convertido en compraventa de favores y protección entre las elites. ¡Ah!, sí: el secretario fue a Washington a anunciar el fin de la crisis, mientras el otro fajador se empeñaba en convencer al respetable de que el año pasado en realidad se crearon más empleos de la cuenta.
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