Casi cualquier celebración admite valoraciones múltiples, despierta diversos sentimientos. Parece que tal será el caso en el año que comienza. El doble centenario que se celebra este 2010 puede ser ocasión para leer provechosa y productivamente la historia y proyectar, sin mezquindades, qué nación queremos. Pero puede suceder que, tras el peso simbólico de las revueltas centenarias, se obnubile la visión y se agite el cuerpo social para reclamar otra cita revolucionaria. Me parece que habría que ensayar la primera ruta.
Para ello, creo que deberían hacerse tres cosas. Primera, visitar la historia. No desde las efemérides tradicionales o las visiones pulidas desde el discurso oficial, sino explorando y explotando la vasta historia de dos siglos que muchas cosas nos puede decir sobre cómo hemos construido esta nación. Quitarle las mayúsculas a la historia y revistar las que se han ido trenzando, puede ser un buen camino.
Segunda, desnudar la crisis. Con rigor (o generosidad) admitir los graves rezagos que aún tenemos como país. Pretender minimizar la situación actual sólo consigue aplazar la urgencia de las transformaciones. En la medida en que el conformismo impere, el ímpetu reformador se inhibe.
Tercera, rescatar el sentido de nación. Una reflexión que anteponga lo colectivo, será capaz también de evadir la repartición de culpas, de ubicar héroes y villanos, buenos y malos definitivos, y podrá ofrecer una visión más incluyente.
Ahora bien, el riesgo es que, en vez de ensayar una reflexión de fondo, se ofrezcan las mismas ceremonias de siempre, la pirotecnia y la fiesta; que en lugar de visitar historias, se apuntale la Historia; que en vez de confesar los graves rezagos que aún tenemos como país, y los enormes retos que nos impone la crisis, se opte por la complacencia; que en lugar de buscar una visión incluyente de nuestro doble centenario, sigamos abonando en la ruta de los buenos y de los malos, los aliados y los enemigos, en fin, en la senda de la polarización.
Si ello ocurre, me parece inevitable la tensión. La retórica convencional, la visión triunfalista de la historia, puede llegar a ser incendiaria para quienes, después de dos siglos, siguen manteniendo reclamos a la nación. Las deudas no han sido saldadas. Entre lo que quisimos ser y lo que somos, hay una brecha importante. Se trata de actualizar aquellos proyectos y volver a poner en perspectiva el país que podemos ser. Hay muchas lecciones posibles en reconstruir cómo se fueron forjando las visiones de nación en dos siglos. Así sea por fechas simbólicas, tengo la impresión de que el doble centenario constituye una oportunidad para ir ensayando otro tipo de mirada. Reconstruir el orgullo de ser mexicanos no puede resultar una operación que únicamente atienda al pasado, es necesario generar de nuevo una visión de futuro.
Sin duda hay mucho que celebrar pero, insisto, si la pirotecnia suple a la reflexión, habremos dejado pasar una buena oportunidad. Es obvio que la conmemoración en sí misma está lejos de significarse por un cambio de actitud colectiva, pero sí podemos pedir que los principales actores políticos aprovechen la ocasión para recrear el tipo de nación en el que están pensando; que puedan ofrecernos visiones sobre cómo llegamos hasta aquí, cuáles son los pendientes más apremiantes y cuáles los caminos que sería necesario transitar para saldarlos.
Las coyunturas serán inevitables, la agenda política inmediata está sobrecargada de asuntos no menores, sin embargo, como deseo de año nuevo, si pudiéramos superar las contingencias del día a día, si fuéramos capaces de darle un espacio a una reflexión un poco más amplia que la de una iniciativa de ley o una medida gubernamental y pusiéramos el asunto del rumbo de país en la palestra de nuestras reflexiones, me parece que en mucho estaríamos honrando la celebración del doble centenario.
Por último, cualquier aniversario supone una suerte de corte de caja, si podemos volver a poner a la nación en el centro de nuestro balance y nos olvidamos un poco de las elecciones, las leyes o la recaudación, la reflexión habrá valido la pena. Ojalá seamos capaces.
Para ello, creo que deberían hacerse tres cosas. Primera, visitar la historia. No desde las efemérides tradicionales o las visiones pulidas desde el discurso oficial, sino explorando y explotando la vasta historia de dos siglos que muchas cosas nos puede decir sobre cómo hemos construido esta nación. Quitarle las mayúsculas a la historia y revistar las que se han ido trenzando, puede ser un buen camino.
Segunda, desnudar la crisis. Con rigor (o generosidad) admitir los graves rezagos que aún tenemos como país. Pretender minimizar la situación actual sólo consigue aplazar la urgencia de las transformaciones. En la medida en que el conformismo impere, el ímpetu reformador se inhibe.
Tercera, rescatar el sentido de nación. Una reflexión que anteponga lo colectivo, será capaz también de evadir la repartición de culpas, de ubicar héroes y villanos, buenos y malos definitivos, y podrá ofrecer una visión más incluyente.
Ahora bien, el riesgo es que, en vez de ensayar una reflexión de fondo, se ofrezcan las mismas ceremonias de siempre, la pirotecnia y la fiesta; que en lugar de visitar historias, se apuntale la Historia; que en vez de confesar los graves rezagos que aún tenemos como país, y los enormes retos que nos impone la crisis, se opte por la complacencia; que en lugar de buscar una visión incluyente de nuestro doble centenario, sigamos abonando en la ruta de los buenos y de los malos, los aliados y los enemigos, en fin, en la senda de la polarización.
Si ello ocurre, me parece inevitable la tensión. La retórica convencional, la visión triunfalista de la historia, puede llegar a ser incendiaria para quienes, después de dos siglos, siguen manteniendo reclamos a la nación. Las deudas no han sido saldadas. Entre lo que quisimos ser y lo que somos, hay una brecha importante. Se trata de actualizar aquellos proyectos y volver a poner en perspectiva el país que podemos ser. Hay muchas lecciones posibles en reconstruir cómo se fueron forjando las visiones de nación en dos siglos. Así sea por fechas simbólicas, tengo la impresión de que el doble centenario constituye una oportunidad para ir ensayando otro tipo de mirada. Reconstruir el orgullo de ser mexicanos no puede resultar una operación que únicamente atienda al pasado, es necesario generar de nuevo una visión de futuro.
Sin duda hay mucho que celebrar pero, insisto, si la pirotecnia suple a la reflexión, habremos dejado pasar una buena oportunidad. Es obvio que la conmemoración en sí misma está lejos de significarse por un cambio de actitud colectiva, pero sí podemos pedir que los principales actores políticos aprovechen la ocasión para recrear el tipo de nación en el que están pensando; que puedan ofrecernos visiones sobre cómo llegamos hasta aquí, cuáles son los pendientes más apremiantes y cuáles los caminos que sería necesario transitar para saldarlos.
Las coyunturas serán inevitables, la agenda política inmediata está sobrecargada de asuntos no menores, sin embargo, como deseo de año nuevo, si pudiéramos superar las contingencias del día a día, si fuéramos capaces de darle un espacio a una reflexión un poco más amplia que la de una iniciativa de ley o una medida gubernamental y pusiéramos el asunto del rumbo de país en la palestra de nuestras reflexiones, me parece que en mucho estaríamos honrando la celebración del doble centenario.
Por último, cualquier aniversario supone una suerte de corte de caja, si podemos volver a poner a la nación en el centro de nuestro balance y nos olvidamos un poco de las elecciones, las leyes o la recaudación, la reflexión habrá valido la pena. Ojalá seamos capaces.
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