El año nuevo empieza como acabó el que ha concluido pues como bien predica Perogrullo, la realidad no se interrumpe al topar con la última hoja del calendario. La penetra y sigue su curso, más allá de la artificial medición de nuestros días. Por eso la boruca –que sólo eso, pero no debate, es hasta este momento la secuela de la reforma al Código Civil– sobre la enmienda matrimonial está en el ánimo público en estos días iniciales del 2010, como lo estuvo en los postreros de su antecesor. Lo mismo ocurrirá con las terribles consecuencias de la muerte de Arturo Beltrán Leyva, pues se trató de un momento estelar pero sólo un momento del fallido combate al narcotráfico por la vía de las armas. Y adquirirá mayor virulencia el alza en el costo de la vida que empezó a dibujarse en noviembre, cuando se aprobó el paquete de ingresos y de gastos del gobierno federal y recibió su primera pincelada negra con el incremento al precio del diesel y de las gasolinas Premium y Magna, la de uso generalizado. Si bien el aumento en sí mismo es apenas perceptible y las contadas familias y personas con solvencia económica quizá la resientan apenas, su efecto real sobre los transportes de personas y cosas será considerablemente dañino.
Parecería que el propósito del presidente Felipe Calderón al proponer el 15 de diciembre –que no fue el 28, como podría creerse– haya sido que la atención pública se concentrara en ese tema, de suyo muy relevante, y dejara de ocuparse de fenómenos que la atosigan día con día. Si tal fue el objetivo es difícil que lo consiga. Sin duda la serie de enmiendas constitucionales y legales será discutida, desde ahora y a partir de febrero, cuando se reanuden las actividades senatoriales. Pero su debate no impedirá que la preocupación nacional se aboque a los asuntos que mostraron su alto relieve la semana pasada. La lucha del conservadurismo católico contra reformas legales que hagan pleno el respeto que la sociedad debe a sus integrantes, tiene ahora un nuevo frente, el de las enmiendas al derecho familiar en la Ciudad de México. Si llegara a consumarse, topará con hueso la pretensión de que se declare inconstitucional la nueva definición de matrimonio contenida en el Código Civil capitalino. Es inobjetable y salvo un desliz sintáctico hasta tiene el aire poético que le transmite la materia de que trata: “es la unión libre de dos personas para realizar la comunidad de vida, en donde ambas se procurarán respeto, igualdad y ayuda mutua”. Estaría mejor sin la redundancia de la última palabra. Pero eso es una minucia.
Aunque se ha concentrado la atención en el hecho de que tal definición (y la supresión de la fórmula previa, que se refería a un hombre y una mujer) consagra la posibilidad del casamiento entre personas del mismo sexo, el resultado es más amplio y por ello es inexpugnable. Ningún jurista que lo sea en verdad puede tachar de ilegal y menos aun de inconstitucional el que se hable de la unión de dos personas. El matrimonio heterosexual gana en profundidad al ser definido de esa manera. Y lo hace aun desde la perspectiva cristiana profunda, no la del catolicismo vulgar y superficial que se basa únicamente en el catecismo elemental: la persona es más que un hombre o que una mujer, pues comprende sus valores espirituales, añadidos a su configuración biológica, meramente orgánica. Recuerden los creyentes que no bastó, según se lee en el Génesis, que Dios modelara una figura de barro, un cuerpo, sino que le insufló su propio aliento, lo hizo persona, a su imagen y semejanza.
Los jefes eclesiásticos se arriesgan a caer en trampas pantanosas cuando transitan por caminos de la vida familiar y sexual, pues a una la desconocen casi por completo y en la otra son tan frecuentes sus yerros, que resultan casi paradigmáticos. Si fuera verdad que la homosexualidad es el torcimiento de un modo de ser válido universalmente, el clero haría bien en curarse a sí mismo antes que emprender el remedio de la sociedad. Tendría que practicar en los que peca, si pecado fuera, la piedad compasiva de quien dijo que son los enfermos y no los sanos quienes requieren curación. Pero si como se sabe social, histórica y científicamente la homosexualidad es una manera de ser asumida voluntariamente, una opción preferencial como la del celibato mismo cuando se escoge y cumple en libertad, los jerarcas de la Iglesia pican en falso si la condenan, condenan a sus practicantes y buscan imponer su sentencia a quienes no comparten su credo, algo imposible en una sociedad laica.
Circulaba antaño un cuento en que un coronel ya mayor, a quien sus amigos tenían como símbolo del carácter británico, anunció que viviría fuera del Reino Unido. Les parece increíble. No conciben al viejo militar fuera de su club en Londres. Por ello el inminente viajero explicó que lo hacía a causa de la evolución de las costumbres. Recordó los años en que la homosexualidad, como la de Óscar Wilde, era castigada. Por la evolución de las costumbres, agregó, la homosexualidad fue después admitida socialmente. Me voy, concluyó, antes de que la hagan obligatoria. Descuiden los clérigos homofóbicos: la homosexualidad no será obligatoria. Ni siquiera será propiciada por la nueva legislación. Como otras libertades, la sexual se amplía permanentemente, como lo comprueba el que los matrimonios heterosexuales negociados al margen de la voluntad de los contrayentes nos parezcan hoy una barbaridad. Así es la evolución de las costumbres: cumple el sentido dinámico de los derechos de las personas, que se amplían y multiplican con el paso del tiempo y la mayor conciencia de la especie humana sobre sí misma.
El asesinato de la familia Angulo Córdova, a que perteneció Melquisidet, el oficial de la infantería de marina caído en el ataque en que murió también Arturo Beltrán Leyva, lleva el combate gubernamental contra las bandas del narcotráfico a un nivel que exige replantear la estrategia de la lucha armada. Si los deudos del jefe delincuencial muerto en un céntrico condominio de Cuernavaca quieren decir con ese agravio terrible que las familias de soldados, policías y marinos pagarán lo que hagan los efectivos federales pondrán al gobierno contra la pared, pues no puede responder de igual manera. Tiene, en consecuencia, que mudar su concepción de la guerra y hasta elegir otro campo de batalla, no ajeno pero sí distante de la violencia. Ha de privilegiar el embate contra el lavado de dinero, pues sólo si obtura los canales de conversión del dinero sucio en recursos manejados en el circuito financiero legal podrá inhibir a las bandas. Hay que sacarlas del terreno de la violencia, donde tienen mayores márgenes de acción, pues ni la ley ni los escrúpulos pueden detenerlos; allí pueden ser más eficaces y crueles que el gobierno.
Proponer que eso ocurra es en cierto modo iluso, porque parte de la suposición de que el gobierno es competente en esa lucha. Y hasta ahora ha mostrado que no lo es, como tampoco lo está siendo para encarar la crisis mundial que está lejos de haber concluido y tal vez ni siquiera haya tocado fondo. Al contrario, nos consterna la comprobación de que el presidente y su gabinete económico, renovado para mantenerse igual, arroja literalmente gasolina al fuego de la inflación. Agustín Carstens Carstens, el nuevo gobernador del Banco de México que este lunes 4 vive su primer día hábil, será en las próximas horas víctima de sí mismo. Tendrá que procurar, conforme al mandato constitucional del banco central, una estabilidad de precios contra la que atenta cuanto hizo en sus últimas semanas como secretario de Hacienda y lo que, siguiendo una línea que no se modifica aunque resulta estéril, sigue haciendo su reemplazante, que no se acomodará en el que, en más de un sentido, es un hueco difícil de llenar.
Parecería que el propósito del presidente Felipe Calderón al proponer el 15 de diciembre –que no fue el 28, como podría creerse– haya sido que la atención pública se concentrara en ese tema, de suyo muy relevante, y dejara de ocuparse de fenómenos que la atosigan día con día. Si tal fue el objetivo es difícil que lo consiga. Sin duda la serie de enmiendas constitucionales y legales será discutida, desde ahora y a partir de febrero, cuando se reanuden las actividades senatoriales. Pero su debate no impedirá que la preocupación nacional se aboque a los asuntos que mostraron su alto relieve la semana pasada. La lucha del conservadurismo católico contra reformas legales que hagan pleno el respeto que la sociedad debe a sus integrantes, tiene ahora un nuevo frente, el de las enmiendas al derecho familiar en la Ciudad de México. Si llegara a consumarse, topará con hueso la pretensión de que se declare inconstitucional la nueva definición de matrimonio contenida en el Código Civil capitalino. Es inobjetable y salvo un desliz sintáctico hasta tiene el aire poético que le transmite la materia de que trata: “es la unión libre de dos personas para realizar la comunidad de vida, en donde ambas se procurarán respeto, igualdad y ayuda mutua”. Estaría mejor sin la redundancia de la última palabra. Pero eso es una minucia.
Aunque se ha concentrado la atención en el hecho de que tal definición (y la supresión de la fórmula previa, que se refería a un hombre y una mujer) consagra la posibilidad del casamiento entre personas del mismo sexo, el resultado es más amplio y por ello es inexpugnable. Ningún jurista que lo sea en verdad puede tachar de ilegal y menos aun de inconstitucional el que se hable de la unión de dos personas. El matrimonio heterosexual gana en profundidad al ser definido de esa manera. Y lo hace aun desde la perspectiva cristiana profunda, no la del catolicismo vulgar y superficial que se basa únicamente en el catecismo elemental: la persona es más que un hombre o que una mujer, pues comprende sus valores espirituales, añadidos a su configuración biológica, meramente orgánica. Recuerden los creyentes que no bastó, según se lee en el Génesis, que Dios modelara una figura de barro, un cuerpo, sino que le insufló su propio aliento, lo hizo persona, a su imagen y semejanza.
Los jefes eclesiásticos se arriesgan a caer en trampas pantanosas cuando transitan por caminos de la vida familiar y sexual, pues a una la desconocen casi por completo y en la otra son tan frecuentes sus yerros, que resultan casi paradigmáticos. Si fuera verdad que la homosexualidad es el torcimiento de un modo de ser válido universalmente, el clero haría bien en curarse a sí mismo antes que emprender el remedio de la sociedad. Tendría que practicar en los que peca, si pecado fuera, la piedad compasiva de quien dijo que son los enfermos y no los sanos quienes requieren curación. Pero si como se sabe social, histórica y científicamente la homosexualidad es una manera de ser asumida voluntariamente, una opción preferencial como la del celibato mismo cuando se escoge y cumple en libertad, los jerarcas de la Iglesia pican en falso si la condenan, condenan a sus practicantes y buscan imponer su sentencia a quienes no comparten su credo, algo imposible en una sociedad laica.
Circulaba antaño un cuento en que un coronel ya mayor, a quien sus amigos tenían como símbolo del carácter británico, anunció que viviría fuera del Reino Unido. Les parece increíble. No conciben al viejo militar fuera de su club en Londres. Por ello el inminente viajero explicó que lo hacía a causa de la evolución de las costumbres. Recordó los años en que la homosexualidad, como la de Óscar Wilde, era castigada. Por la evolución de las costumbres, agregó, la homosexualidad fue después admitida socialmente. Me voy, concluyó, antes de que la hagan obligatoria. Descuiden los clérigos homofóbicos: la homosexualidad no será obligatoria. Ni siquiera será propiciada por la nueva legislación. Como otras libertades, la sexual se amplía permanentemente, como lo comprueba el que los matrimonios heterosexuales negociados al margen de la voluntad de los contrayentes nos parezcan hoy una barbaridad. Así es la evolución de las costumbres: cumple el sentido dinámico de los derechos de las personas, que se amplían y multiplican con el paso del tiempo y la mayor conciencia de la especie humana sobre sí misma.
El asesinato de la familia Angulo Córdova, a que perteneció Melquisidet, el oficial de la infantería de marina caído en el ataque en que murió también Arturo Beltrán Leyva, lleva el combate gubernamental contra las bandas del narcotráfico a un nivel que exige replantear la estrategia de la lucha armada. Si los deudos del jefe delincuencial muerto en un céntrico condominio de Cuernavaca quieren decir con ese agravio terrible que las familias de soldados, policías y marinos pagarán lo que hagan los efectivos federales pondrán al gobierno contra la pared, pues no puede responder de igual manera. Tiene, en consecuencia, que mudar su concepción de la guerra y hasta elegir otro campo de batalla, no ajeno pero sí distante de la violencia. Ha de privilegiar el embate contra el lavado de dinero, pues sólo si obtura los canales de conversión del dinero sucio en recursos manejados en el circuito financiero legal podrá inhibir a las bandas. Hay que sacarlas del terreno de la violencia, donde tienen mayores márgenes de acción, pues ni la ley ni los escrúpulos pueden detenerlos; allí pueden ser más eficaces y crueles que el gobierno.
Proponer que eso ocurra es en cierto modo iluso, porque parte de la suposición de que el gobierno es competente en esa lucha. Y hasta ahora ha mostrado que no lo es, como tampoco lo está siendo para encarar la crisis mundial que está lejos de haber concluido y tal vez ni siquiera haya tocado fondo. Al contrario, nos consterna la comprobación de que el presidente y su gabinete económico, renovado para mantenerse igual, arroja literalmente gasolina al fuego de la inflación. Agustín Carstens Carstens, el nuevo gobernador del Banco de México que este lunes 4 vive su primer día hábil, será en las próximas horas víctima de sí mismo. Tendrá que procurar, conforme al mandato constitucional del banco central, una estabilidad de precios contra la que atenta cuanto hizo en sus últimas semanas como secretario de Hacienda y lo que, siguiendo una línea que no se modifica aunque resulta estéril, sigue haciendo su reemplazante, que no se acomodará en el que, en más de un sentido, es un hueco difícil de llenar.
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