martes, 5 de enero de 2010

2010, LA INCERTIDUMBRE

ALEJANDRO ENCINAS RODRÍGUEZ

Más allá del significado mítico que los mexicanos acostumbramos dar a fechas y sucesos emblemáticos de nuestra historia y cultura, 2010 es con mucho un año crucial para el futuro del país.
No se trata sólo de estar a la mira del impacto continuado de la crisis económica que, pese al optimismo oficial y de los apologistas del régimen, continuará impactando negativamente al empleo y al salario, máxime con la escalada inflacionaria de enero y la entrada en vigor de nuevos impuestos. Tampoco se trata de limitarse al seguimiento de la violencia alcanzada en los enfrentamientos con la delincuencia organizada, en la cual algunos de sus cárteles permanecen intactos, ni mantenerse atento al profundo deterioro de las instituciones públicas, advirtiendo cómo se amoldan los grupos de poder, los cacicazgos regionales y los partidos políticos en las elecciones locales y cómo acomodan sus cartas de cara a la sucesión presidencial.
Se trata más bien de atender el estado de ánimo social con que los mexicanos llegamos este año: La desazón provocada por la falta de empleo; la falta de expectativa de contar con un ingreso mínimo que desagravie el ingreso familiar; la frustración de millones de jóvenes sin expectativa de estudio o trabajo; de campesinos sin posibilidad de producir; de obreros a los que el mismo gobierno lanza a las calles, lo que se acompaña de una militarización desmedida en todo el país, donde retén tras retén, operativo tras operativo, se genera un clima de intimidación a la población y que da cuenta de la zozobra de un régimen sin asideros de legitimidad ni rumbo.
Por ello carece de sentido el debate en torno a si el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución son motivo de celebración o conmemoración, como también carece el de reflexionar sobre la extensa agenda social incumplida. Bastaría preguntarnos qué tan independientes y soberanos somos 200 años después de la gesta independiente, y qué tanta justicia social y democracia tenemos 100 años después de la Revolución, para instalarnos en un debate tan estéril como innecesario.
El hecho puntual reside en asumir que la desazón existente expresa ya un desencanto con nuestra endeble democracia, a lo que se suman la frustración y desesperanza derivadas de la crisis económica, que puede traducirse en reclamo e inconformidad. Así, existe un caldo de cultivo favorable para dar otros valores y propósitos al cumplimiento de estas fechas, en un escenario de posibilidades tan diverso que va desde el intento de crear un marco festivo de celebraciones que distraiga de las regresiones autoritarias que vive el país, hasta hacer de estas conmemoraciones una apología de la violencia.
El régimen de Calderón ha entendido este riesgo. De ahí las intensas e infames campañas mediáticas que, en complicidad con los concesionarios y haciendo uso de la mentira flagrante, pretenden crear un ambiente optimista en cuanto a la salida de la crisis o en la “eficacia” del gobierno para combatir a la delincuencia, y en un alarde extremo, la militarización del territorio nacional, independientemente de la falta de coordinación entre las corporaciones civiles y militares, o de la confrontación entre el Ejército y la Armada.
Sin embargo, no sólo son exiguas estas medidas, sino que tampoco trazan una salida a la crisis. Los hechos de la vida política cotidiana marcan un creciente descontento que no pueden toparse con nuevas acciones autoritarias. Por el contrario, si en verdad se aspira a dar un paso cualitativo, es necesario abrir el espacio para construir una salida democrática que atienda los graves problemas de inequidad e incertidumbre que viven los mexicanos y que dé satisfacción a sus aspiraciones frustradas a lo largo de dos siglos.
Se ha planteado la posibilidad de una exigua reforma política y una revisión del pacto fiscal en el país, las cuales en sí mismas resultan insuficientes. Se necesita una gran transformación, una verdadera refundación de la República, pues el actual modelo de organización nacional ha dado de sí. Ante ello, el Congreso debe asumir la iniciativa para impulsar este cambio y resarcir su desgastado prestigio público. No se trata de partir de cero, existe un amplio debate que a lo largo de dos décadas ha llegado a acuerdos básicos en torno de una reforma del Estado que no se han traducido en reformas por el conservadurismo de los gobiernos panistas que se han negado a renunciar al viejo sistema y de un priismo que añora su regreso. Sin embargo, esa renuencia, que se ha convertido en la principal debilidad del panismo, y el apetito priista, no debe continuar siendo obstáculo para abrir paso en el Congreso a una reforma que permita dar rumbo al país, que de lo contrario seguirá empantanado en la incertidumbre.

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