De nuevo se anuncia una iniciativa para reducir las Cámaras del Congreso (Excélsior, 2 de noviembre). En sí misma no tiene nada malo. Pero los argumentos que se escuchan y las derivaciones posibles preocupan. Da la impresión de que la ola mediática contra los legisladores ha hecho mella en ellos.
Lo primero que se informa es la pretensión de reducir el número de diputados plurinominales. Se pretende pasar de 500 diputados a 400 y para lograrlo se cortarán 100 "pluris". ¿Por qué a ellos y no a los uninominales? Porque el prejuicio contra los diputados de representación proporcional ha calado hondo. Si lo que se quiere es una Cámara de 400 diputados, bien podrían suprimirse 60 de mayoría relativa y 40 de representación proporcional para mantener el equilibrio entre las dos vías.
Pero no. Se sigue pensando que los diputados plurinominales son de segunda, que no representan a la ciudadanía, sino a los partidos, que fueron buenos en el pasado pero que hoy (casi) sobran. Todas ellas son nociones equivocadas. Los diputados, independientemente de la fórmula electoral a través de la cual llegan a la Cámara -teóricamente- son representantes populares, son votados por los ciudadanos y en efecto, todos son presentados por algún partido. La fórmula uninominal establece un vínculo más directo entre los votantes y el diputado, pero tiene el enorme inconveniente que tiende a la sobre y la sub representación de las diversas opciones políticas (ello porque los votos perdedores en cada distrito carecen de representación y el efecto acumulado de ese fenómeno hace que unos partidos acaben con un porcentaje de diputados muy superior a su porcentaje de votos y que otros tengan un porcentaje de representantes muy por debajo de su porcentaje de sufragios). Mientras la fórmula de representación proporcional traduce de mucha mejor manera los votos en escaños, y en nuestro caso se presentan listas cerradas por cada uno de los partidos. No son, como algunos creen, un parche para inyectar pluralidad al Congreso -aunque también juegan esa importante función- sino un método consistente para evitar fuertes distorsiones en la representación. (Si sólo existieran los diputados uninominales un partido con el 40 por ciento de los votos bien podría tener el 65 o 70 por ciento de los asientos en la Cámara).
Ahora bien, cuando se habla de reducir la Cámara de Diputados también se dice que con ello se busca una mayor eficiencia y facilitar la forja de acuerdos. Se trataría de argumentos pragmáticos, al parecer, nada despreciables. A primera vista se trata de un razonamiento sólido, de sentido común. Permítanme un mal chiste: si la Cámara estuviera habitada por un solo representante popular (salvo que fuera esquizoide) sería muy sencillo tomar acuerdos, un poco más difícil sería con diez o con veinte, y con 500 ello se vuelve extremadamente complicado. Sin embargo, la falacia reside en que ningún congreso funciona sin agrupamientos partidarios y son ellos los ejes de los debates y acuerdos. En México existe además un grado de disciplina partidista nada despreciable. Y son los representantes de las "bancadas" (en el pleno o en las comisiones) los que dialogan, se pelean, negocian y pactan. Y eso sucede no sólo en México sino en todo el mundo. Está en el "genoma" de todo Congreso. Los acuerdos fundamentales no se toman entre individuos sino entre representantes de los sub grupos que integran al cuerpo colegiado que es la Cámara. De tal suerte que si bien el número de diputados importa, siempre es más relevante el número y las relaciones políticas entre los grupos parlamentarios.
Pero el argumento más popular es otro. La Cámara será más barata. Y ahora sí. Ni hablar. Si son menos costará menos. Y la galería aplaudirá un día, quizá dos, y luego los diputados volverán a ser demasiados.
Ahora bien, en el Senado la supresión de los plurinominales sí parece racional. Desde que se crearon en 1996, hubo voces que señalaron que desvirtuaban el espíritu original de la llamada Cámara Alta. Y en efecto, los 32 senadores de lista no pueden considerarse representantes de ninguna entidad federativa. Son algo así como senadores nacionales (una contradicción en sus términos). Y la idea que da pie a la existencia del Senado es que en él cristaliza el "pacto federal"; que cada entidad, independientemente de su población, extensión, riqueza, debe tener el mismo número de representantes. En nuestro caso tres senadores por entidad: dos de la mayoría y uno de la primera minoría
De tal suerte que los 32 senadores que son votados a través de listas plurinominales -y que cumplen el muy importante papel de inyectarle pluralidad al Senado- distorsionan el concepto fundacional que dio origen a ese cuerpo legislativo. Su supresión fortalecerá la idea de un Senado en el cual todas las entidades de la República están igualmente representadas, aunque -ni hablar- algo se perderá en materia de pluralidad y equilibrio de fuerzas.
Lo primero que se informa es la pretensión de reducir el número de diputados plurinominales. Se pretende pasar de 500 diputados a 400 y para lograrlo se cortarán 100 "pluris". ¿Por qué a ellos y no a los uninominales? Porque el prejuicio contra los diputados de representación proporcional ha calado hondo. Si lo que se quiere es una Cámara de 400 diputados, bien podrían suprimirse 60 de mayoría relativa y 40 de representación proporcional para mantener el equilibrio entre las dos vías.
Pero no. Se sigue pensando que los diputados plurinominales son de segunda, que no representan a la ciudadanía, sino a los partidos, que fueron buenos en el pasado pero que hoy (casi) sobran. Todas ellas son nociones equivocadas. Los diputados, independientemente de la fórmula electoral a través de la cual llegan a la Cámara -teóricamente- son representantes populares, son votados por los ciudadanos y en efecto, todos son presentados por algún partido. La fórmula uninominal establece un vínculo más directo entre los votantes y el diputado, pero tiene el enorme inconveniente que tiende a la sobre y la sub representación de las diversas opciones políticas (ello porque los votos perdedores en cada distrito carecen de representación y el efecto acumulado de ese fenómeno hace que unos partidos acaben con un porcentaje de diputados muy superior a su porcentaje de votos y que otros tengan un porcentaje de representantes muy por debajo de su porcentaje de sufragios). Mientras la fórmula de representación proporcional traduce de mucha mejor manera los votos en escaños, y en nuestro caso se presentan listas cerradas por cada uno de los partidos. No son, como algunos creen, un parche para inyectar pluralidad al Congreso -aunque también juegan esa importante función- sino un método consistente para evitar fuertes distorsiones en la representación. (Si sólo existieran los diputados uninominales un partido con el 40 por ciento de los votos bien podría tener el 65 o 70 por ciento de los asientos en la Cámara).
Ahora bien, cuando se habla de reducir la Cámara de Diputados también se dice que con ello se busca una mayor eficiencia y facilitar la forja de acuerdos. Se trataría de argumentos pragmáticos, al parecer, nada despreciables. A primera vista se trata de un razonamiento sólido, de sentido común. Permítanme un mal chiste: si la Cámara estuviera habitada por un solo representante popular (salvo que fuera esquizoide) sería muy sencillo tomar acuerdos, un poco más difícil sería con diez o con veinte, y con 500 ello se vuelve extremadamente complicado. Sin embargo, la falacia reside en que ningún congreso funciona sin agrupamientos partidarios y son ellos los ejes de los debates y acuerdos. En México existe además un grado de disciplina partidista nada despreciable. Y son los representantes de las "bancadas" (en el pleno o en las comisiones) los que dialogan, se pelean, negocian y pactan. Y eso sucede no sólo en México sino en todo el mundo. Está en el "genoma" de todo Congreso. Los acuerdos fundamentales no se toman entre individuos sino entre representantes de los sub grupos que integran al cuerpo colegiado que es la Cámara. De tal suerte que si bien el número de diputados importa, siempre es más relevante el número y las relaciones políticas entre los grupos parlamentarios.
Pero el argumento más popular es otro. La Cámara será más barata. Y ahora sí. Ni hablar. Si son menos costará menos. Y la galería aplaudirá un día, quizá dos, y luego los diputados volverán a ser demasiados.
Ahora bien, en el Senado la supresión de los plurinominales sí parece racional. Desde que se crearon en 1996, hubo voces que señalaron que desvirtuaban el espíritu original de la llamada Cámara Alta. Y en efecto, los 32 senadores de lista no pueden considerarse representantes de ninguna entidad federativa. Son algo así como senadores nacionales (una contradicción en sus términos). Y la idea que da pie a la existencia del Senado es que en él cristaliza el "pacto federal"; que cada entidad, independientemente de su población, extensión, riqueza, debe tener el mismo número de representantes. En nuestro caso tres senadores por entidad: dos de la mayoría y uno de la primera minoría
De tal suerte que los 32 senadores que son votados a través de listas plurinominales -y que cumplen el muy importante papel de inyectarle pluralidad al Senado- distorsionan el concepto fundacional que dio origen a ese cuerpo legislativo. Su supresión fortalecerá la idea de un Senado en el cual todas las entidades de la República están igualmente representadas, aunque -ni hablar- algo se perderá en materia de pluralidad y equilibrio de fuerzas.
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