Una de las funciones de la cultura es permitirnos escapar, por un momento, de lo que Shakespeare llama “los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne”, esas preocupaciones de todos los días que, en tiempos como los que vivimos, se acentúan y nos impiden ver más allá de lo urgente. Hace apenas unos días, por razones de trabajo, tuve oportunidad de presenciar una de las manifestaciones culturales más impresionantes que puede depararnos nuestra diversidad nacional: la excepcional muestra de ofrendas de muertos en Mérida, Yucatán.
Quienes hemos vivido sobre todo en el centro de la República, estamos habituados a la ofrenda mestiza, a la michoacana y a la náhuatl, que por sí mismas son auténticos monumentos culturales; pero lo que tuvimos oportunidad de testificar en Yucatán es algo muy distinto, una mitología que cobra vida. Le he llamado ofrenda, por ejemplo, para establecer un lenguaje común, en realidad se llama Hanal Pixán o Comida de las ánimas y se prolonga no sólo durante los tradicionales días de Todos Santos y Fieles Difuntos, sino durante todo noviembre. Nace de la idea de que todas las personas, al morir, se convierten en ánimas que comparten el espacio de los vivos en una dimensión distinta y que, durante noviembre, se les permite volver a sus hogares para visitar a sus seres queridos. El primer día, como en otras culturas, está dedicado a los niños difuntos, de ahí la presencia de dulces y juguetes; el segundo, a los muertos adultos y ahí se encuentran tanto la comida tradicional, la bebida y los enseres habituales del difunto; ahí hay una tradición encantadora: todo lo que se deposita en la comida debe ser triplicado, ello se debe a que las ánimas vuelven con sus amigos, algunos de los cuales ya no encuentran a su respectiva familia o han sido olvidadas, de ese modo, la solidaridad de la comunidad se extiende hasta las ánimas. Las veladoras a la entrada de los hogares anuncian el camino a casa y este volver resume la idea maya de la muerte, no un final, sino una transformación, un paso a un nuevo ciclo vital.
La muestra ofrecida en Mérida es señal de la vigorosa, pujante y, sobre todo, entrañable cultura yucateca, que contra todo y frente a todos ha sabido mantener su identidad que nos enriquece a los mexicanos. Son estas manifestaciones las que nos permiten enorgullecernos de la enorme variedad cultural de nuestro país, pero especialmente, nos permiten imaginar un futuro más rico, más humano y más próximo al ser profundo de todos quienes habitamos este país lleno de riqueza y de misterio.
Nadie, salvo los pueblos y los poetas, pueden imaginar esa transformación que la muerte implica; lo que sí podemos adivinar todos, por su amplio sentido humano, es la fuerza de la ternura, el amor y la querencia que deben experimentar las ánimas al volver a sus hogares, departir con los vivos y, sobre todo, volver a vivir uno de los placeres más grandes que pueden vivirse: compartirlo con los amigos.
Quienes hemos vivido sobre todo en el centro de la República, estamos habituados a la ofrenda mestiza, a la michoacana y a la náhuatl, que por sí mismas son auténticos monumentos culturales; pero lo que tuvimos oportunidad de testificar en Yucatán es algo muy distinto, una mitología que cobra vida. Le he llamado ofrenda, por ejemplo, para establecer un lenguaje común, en realidad se llama Hanal Pixán o Comida de las ánimas y se prolonga no sólo durante los tradicionales días de Todos Santos y Fieles Difuntos, sino durante todo noviembre. Nace de la idea de que todas las personas, al morir, se convierten en ánimas que comparten el espacio de los vivos en una dimensión distinta y que, durante noviembre, se les permite volver a sus hogares para visitar a sus seres queridos. El primer día, como en otras culturas, está dedicado a los niños difuntos, de ahí la presencia de dulces y juguetes; el segundo, a los muertos adultos y ahí se encuentran tanto la comida tradicional, la bebida y los enseres habituales del difunto; ahí hay una tradición encantadora: todo lo que se deposita en la comida debe ser triplicado, ello se debe a que las ánimas vuelven con sus amigos, algunos de los cuales ya no encuentran a su respectiva familia o han sido olvidadas, de ese modo, la solidaridad de la comunidad se extiende hasta las ánimas. Las veladoras a la entrada de los hogares anuncian el camino a casa y este volver resume la idea maya de la muerte, no un final, sino una transformación, un paso a un nuevo ciclo vital.
La muestra ofrecida en Mérida es señal de la vigorosa, pujante y, sobre todo, entrañable cultura yucateca, que contra todo y frente a todos ha sabido mantener su identidad que nos enriquece a los mexicanos. Son estas manifestaciones las que nos permiten enorgullecernos de la enorme variedad cultural de nuestro país, pero especialmente, nos permiten imaginar un futuro más rico, más humano y más próximo al ser profundo de todos quienes habitamos este país lleno de riqueza y de misterio.
Nadie, salvo los pueblos y los poetas, pueden imaginar esa transformación que la muerte implica; lo que sí podemos adivinar todos, por su amplio sentido humano, es la fuerza de la ternura, el amor y la querencia que deben experimentar las ánimas al volver a sus hogares, departir con los vivos y, sobre todo, volver a vivir uno de los placeres más grandes que pueden vivirse: compartirlo con los amigos.
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