Nicolás Maquiavelo aún tiene algunas lecciones que dar a quienes queremos participar de la vida común del Estado. En su rico sentido común, decía que un pueblo puede acostumbrarse a todo: a la represión, y a las carencias, pero a lo que nunca puede habituarse es a la desorganización. La falta de certeza y de justicia aniquila a las sociedades porque son hijas del caos y del desaseo en la política. Las siguientes dos propuestas del decálogo de cambios propuesto por el presidente Calderón versan sobre estas dos aspiraciones fundamentales de toda ciudadanía. La primera, propone una segunda vuelta electoral en las votaciones para la Presidencia de la República. No es raro que un mandatario se dé a la tarea de corregir y mejorar las elecciones que le dieron el triunfo; así, por ejemplo, López Portillo propone su reforma política después de su desalentadora experiencia como candidato único; Felipe Calderón propone un sistema que busca una mayor certeza electoral. Sin embargo hay que considerar, por ejemplo, el costo de una segunda vuelta electoral que, aunque muchos de los insumos de la primera serían reutilizables, los partidos y el IFE necesitarían incrementar considerablemente sus gastos, dado que, según el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados, la elección pasada costó al Estado 12 mil 800 millones de pesos. En las democracias donde existe segunda vuelta, en la primera se elimina y en la segunda se elige y no siempre el ganador de la primera suele ser el de la segunda. La pregunta es si nuestros partidos sabrían aceptar los resultados no en una sino en dos ocasiones. Hay que discernir si estamos tratando de disimular con una doble elección el problema de fondo: la dilución de las ideologías y posturas de los partidos y su difícil identificación por el ciudadano. Una propuesta más es dar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación facultad de iniciativa de leyes federales. La política es el arte de la negociación y el que negocia cede, ofrece y conquista. El capital de los partidos consiste en sus posibilidades de empujar sus intereses o bien de refrenarlos en aras de un acuerdo beneficioso para todos. Sin embargo, la Corte, por su naturaleza, sólo tiene un capital: la justicia, y ésta no se negocia. No podemos imaginar a los ministros cabildeando una ley, ¿que podrían ofrecer a cambio del voto de tal o cual bancada?, lo único que tienen no puede ofrecerse, sino impartirse. Si de veras se quiere que la SCJN participe de la democracia existen otras formas discutidas por los constitucionalistas desde hace mucho. Suprimir el principio de individualidad del amparo, por ejemplo. Hoy, una sentencia al respecto sólo beneficia a quien la obtiene y se puede explorar que sean extensivas a toda la población las disposiciones de esas sentencias, pero no parece adecuado exponer a la Corte a los vaivenes de la política, a sus arreglos y a sus modos, tan distintos del foro y del tribunal.
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