Los españoles emplean la palabra “atasco” para designar un descomunal congestionamiento de tránsito. Tiene en efecto el significado de “obstrucción” o “embotellamiento”. Podría referirme más propiamente al tráfico, ya que éste admite dos sentidos: “circulación de vehículos”, pero también “acción de traficar”.
Así la Cámara de Diputados, que padece de parálisis intermitente a conveniencia de sus jerarcas. No por ausencia de iniciativas —que las hay a granel— ni de entusiasmo de los legisladores, que suben por centenares a la tribuna. Es consecuencia —como en las ciudades— de normatividad insuficiente, fallas de infraestructura y escasez de transporte colectivo.
Manifiesta igualmente una patología redundante del tráfico: los asuntos sólo avanzan cuando se transan en otros ámbitos, como lo revela el penoso escándalo de los arreglos de Gómez Mont con la cúpula del PRI, que rebasaron con mucho la esfera hacendaria y se extendieron a tópicos como la supresión de la compañía de Luz y —apenas anteayer— a la privatización de Pemex.
Un Congreso que no hace respetar las prerrogativas queda a merced de cualquier tejero. El incendio del Reichstag fue instigado por los televisos alemanes de entonces, que habían hecho escarnio de las debilidades parlamentarias. Según las encuestas, muy pocos lamentarían hoy nuestra clausura si un golpe de mano ocurriera.
La reforma de la cámara es cuestión de sobrevivencia democrática. Como en las otras comarcas políticas, de la transición pasamos a la involución. Cuando se instauró la primera mayoría opositora, pluralizamos el trabajo parlamentario, modernizamos su operación y reemplazamos un personal oficialista por otro de carrera. El sistema de cuotas y cambalaches convirtió más tarde los espacios abiertos en cotos susceptibles de colonización por grupos y facciones.
En aquel tiempo creamos una Comisión de Régimen Interno para impulsar los cambios y ejercer control democrático sobre la administración. Con el tiempo la burocracia creció y generó innumerables oportunidades de botín. Es un Frankenstein alimentado por la codicia. Los “mandarines” de la cámara lo inflan pero no lo doman. A la Junta de Coordinación Política le preocupa sobre todo regular el debate parlamentario y aun sofocarlo, en contra de las disposiciones legales y a favor de los arreglos de cúspide.
La improductividad afecta siempre a los sectores menos desarrollados: en este caso los legisladores. Sus iniciativas se pierden casi todas en el laberinto de las comisiones, para hundirse luego en el pantano del olvido. Como en el antiguo régimen, prevalecen los proyectos del Ejecutivo, sazonados y condicionados por sus aliados circunstanciales.
Las demasías de los legisladores se vierten en los llamados “puntos de acuerdo” por los que formulan cualquier clase de peticiones, desde las clientelares hasta las redentoristas. La ley habla de propuestas “no legislativas”, lo que ofrece la más amplia gama de opciones sin consecuencias prácticas. Debiera acotarse su contenido y establecer la obligación de ser respondidas por las autoridades competentes.
Existe no obstante y por obra de la propia frustración una convicción extendida de que hemos llegado a un punto límite que debemos remontar. He propuesto la creación de un grupo de trabajo especial, encargado de analizar tanto los estudios que se han hecho sobre la disfuncionalidad y el dispendio de la cámara, como los proyectos de reformas legales que se han presentado durante el último decenio. También valorar el mecanismo puesto en marcha para concretar la reforma hacendaria y establecer uno paralelo que sistematice las iniciativas conducentes a la genuina reforma del Estado.
Vendría enseguida el debate nacional organizado por la Cámara de Diputados sobre los grandes problemas del país en el año del Bicentenario. Podríamos concluir por la aprobación de una ley, como la que ha sugerido el diputado Jaime Cárdenas Gracia, para lanzar un proceso constituyente que involucre a la sociedad y nos permita saltar sobre el abismo al que parecemos estar condenados.
Así la Cámara de Diputados, que padece de parálisis intermitente a conveniencia de sus jerarcas. No por ausencia de iniciativas —que las hay a granel— ni de entusiasmo de los legisladores, que suben por centenares a la tribuna. Es consecuencia —como en las ciudades— de normatividad insuficiente, fallas de infraestructura y escasez de transporte colectivo.
Manifiesta igualmente una patología redundante del tráfico: los asuntos sólo avanzan cuando se transan en otros ámbitos, como lo revela el penoso escándalo de los arreglos de Gómez Mont con la cúpula del PRI, que rebasaron con mucho la esfera hacendaria y se extendieron a tópicos como la supresión de la compañía de Luz y —apenas anteayer— a la privatización de Pemex.
Un Congreso que no hace respetar las prerrogativas queda a merced de cualquier tejero. El incendio del Reichstag fue instigado por los televisos alemanes de entonces, que habían hecho escarnio de las debilidades parlamentarias. Según las encuestas, muy pocos lamentarían hoy nuestra clausura si un golpe de mano ocurriera.
La reforma de la cámara es cuestión de sobrevivencia democrática. Como en las otras comarcas políticas, de la transición pasamos a la involución. Cuando se instauró la primera mayoría opositora, pluralizamos el trabajo parlamentario, modernizamos su operación y reemplazamos un personal oficialista por otro de carrera. El sistema de cuotas y cambalaches convirtió más tarde los espacios abiertos en cotos susceptibles de colonización por grupos y facciones.
En aquel tiempo creamos una Comisión de Régimen Interno para impulsar los cambios y ejercer control democrático sobre la administración. Con el tiempo la burocracia creció y generó innumerables oportunidades de botín. Es un Frankenstein alimentado por la codicia. Los “mandarines” de la cámara lo inflan pero no lo doman. A la Junta de Coordinación Política le preocupa sobre todo regular el debate parlamentario y aun sofocarlo, en contra de las disposiciones legales y a favor de los arreglos de cúspide.
La improductividad afecta siempre a los sectores menos desarrollados: en este caso los legisladores. Sus iniciativas se pierden casi todas en el laberinto de las comisiones, para hundirse luego en el pantano del olvido. Como en el antiguo régimen, prevalecen los proyectos del Ejecutivo, sazonados y condicionados por sus aliados circunstanciales.
Las demasías de los legisladores se vierten en los llamados “puntos de acuerdo” por los que formulan cualquier clase de peticiones, desde las clientelares hasta las redentoristas. La ley habla de propuestas “no legislativas”, lo que ofrece la más amplia gama de opciones sin consecuencias prácticas. Debiera acotarse su contenido y establecer la obligación de ser respondidas por las autoridades competentes.
Existe no obstante y por obra de la propia frustración una convicción extendida de que hemos llegado a un punto límite que debemos remontar. He propuesto la creación de un grupo de trabajo especial, encargado de analizar tanto los estudios que se han hecho sobre la disfuncionalidad y el dispendio de la cámara, como los proyectos de reformas legales que se han presentado durante el último decenio. También valorar el mecanismo puesto en marcha para concretar la reforma hacendaria y establecer uno paralelo que sistematice las iniciativas conducentes a la genuina reforma del Estado.
Vendría enseguida el debate nacional organizado por la Cámara de Diputados sobre los grandes problemas del país en el año del Bicentenario. Podríamos concluir por la aprobación de una ley, como la que ha sugerido el diputado Jaime Cárdenas Gracia, para lanzar un proceso constituyente que involucre a la sociedad y nos permita saltar sobre el abismo al que parecemos estar condenados.
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