A pesar del voto en contra de diputados panistas, en la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados dio su primer paso una sencilla pero significativa reforma al artículo 40 de la Constitución. Se presume que el martes 9 de febrero será discutida en el pleno de San Lázaro. Con un puñado de legisladores panistas, ajenos al fundamentalismo de la mayoría, la enmienda puede ser aprobada y pasar al Senado, donde sus promotores esperan también de los liberales del PAN el apoyo preciso para lograr la mayoría calificada requerida en las adiciones constitucionales.
Se trata de agregar sólo una palabra a los adjetivos con que caracterizó el Constituyente a la República Mexicana. Ya dice que “es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal…”. Se trata de que diga también que la república es laica. El adjetivo cabría, según el dictamen de la comisión legislativa, en penúltimo lugar, antes de “federal”. Gramaticalmente la operación es fácil. No lo es políticamente.
Desde diversos orígenes, hace ya tiempo se alzan voces que alertan contra el riesgo en que se halla el carácter laico del Estado mexicano. Se da por sentado que esa nota definitoria existe, pero bien miradas las cosas no hay en el texto constitucional ninguna afirmación al respecto, definiendo como laico al régimen, si bien la palabra respectiva aparece claramente en el artículo 3º, al enumerar los atributos de la educación que imparta el Estado.
Ésta deberá ser laica, dice en primer lugar esa porción del credo constitucional. Y, además, debe ser obligatoria, democrática, nacional, gratuita, y “contribuirá a la mejor convivencia humana”. Para que la educación sea laica, la Constitución manda que se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”, que se base “en los resultados del progreso científico”, y luche “contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”.
Hace ya tiempo que, por mudanzas en el temperamento político y en las leyes, la educación impartida por particulares ha quedado sustraída a esas definiciones constitucionales. No contenta con enseñar religión al mismo tiempo que cumple con los planes de estudios oficiales, la Iglesia católica pugna a través del PAN por avanzar hacia la libertad de enseñanza, especioso concepto que implica impartir cursos de religión en los establecimientos públicos. Amén de pretender con ello que el Estado cumpla un deber suyo, desatendido respecto del grueso de la población, de transmitir la historia, la doctrina y los valores del catolicismo, el clero respectivo pretende socavar el hasta ahora único fundamento constitucional de la laicidad, que aun sin definiciones está en la base de la convivencia nacional. Para que sea democrático, el Estado mexicano debe ser laico, es decir, mantenerse aparte y sobre las creencias religiosas, sin ceder siquiera a la censalmente mayoritaria.
Esa percepción constitucional está en jaque. Con la unión de dos partidos conservadores, el PAN y el PRI, 18 Constituciones locales han sido reformadas en un plazo menor a dos años, y, evidentemente, conforme a un plan rector para que declaren de manera solemne que esos ordenamientos jurídicos protegen la vida humana desde el momento de la concepción. Esa es una noción religiosa propagada por altos jefes de la Iglesia católica. Creen que así se entra en el ámbito de respeto a la vida privada. Los clérigos tienen derecho a enseñar ese dogma y a proponerlo como base de la conducta de sus feligreses, que con toda libertad pueden hacerlo suyo. Pero cuando esa verdad válida para los creyentes de una fe se convierte, como ha sido el caso, en norma legal que obliga a todos, aun a quienes no conceden crédito a ese concepto ni a sus fundamentos religiosos, se lesiona el Estado laico.
La reforma constitucional es la base requerida para enmiendas a la legislación penal. Si la vida está protegida desde el momento de la concepción, interrumpirla es un delito, y así debe ser estipulado en los códigos que antaño se llamaban “de defensa social”. Con ese criterio religioso, el fundamentalismo católico, que aspira a que sus dogmas se conviertan en leyes y a que las leyes divinas (definidas como tales por la jerarquía eclesiástica) se coloquen por encima de las leyes civiles, ha reaccionado exitosamente contra el riesgo de atentados contra la vida que tienen su origen en la Ciudad de México.
La cruzada por la reforma constitucional local en materia de protección a la vida es el blindaje con que el conservadurismo se propone evitar que cundan las nociones laicas, fundadas en la investigación científica, sobre la concepción. Como las nociones de que provee la ciencia aclaran que no hay vida de ser humano en el momento de la concepción y varias semanas después, no es delito interrumpir el embarazo dentro de un término fijado por la ley, que en el caso capitalino es de 12 semanas y en no pocos países es aun mayor, hasta llegar al extremo –australiano, según recuerdo– de fijar como plazo para el aborto lícito el doble del nivel mexicano, 24 semanas.
El fundamentalismo católico buscó impedir esa reforma. Sus diputados fracasaron en el empeño y tampoco pudieron iniciar una acción de inconstitucionalidad contra el ordenamiento que despenaliza el aborto practicado dentro de aquel término. Y entonces, en una operación de pinzas –por un lado las reformas constitucionales locales, y por otro estas acciones ante la Suprema Corte de Justicia–, dos órganos del Estado pugnaron por que el máximo tribunal declarara contrario a la Constitución lo que era ciertamente contrario a creencias religiosas respetabilísimas pero que no pueden ser impuestas a una sociedad heterogénea, donde diversas porciones minoritarias no deben ser obligadas a acatar el credo de la mayoría. Así como es reprobable que un juez municipal o un alcalde sancione con duras penas, que pueden llegar hasta la exclusión a quien no aporte dinero o trabajo para una celebración religiosa, lo es también la actuación de la Procuraduría General de la República y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que bregaron ante la Corte como si representaran el parecer del alto clero.
Fueron derrotadas en su empecinamiento. Pero la PGR ha vuelto a las andadas ante la reforma al Código Civil que define el matrimonio como la “unión de dos personas”, en vez de la “unión de un hombre y una mujer”. Ha iniciado una nueva acción de inconstitucionalidad, basada de nuevo en frágiles argumentos jurídicos; frágiles porque en realidad esconden alegatos propios de la moralidad católica, basada a su vez en una concepción religiosa de la vida. Hay que decirlo una vez más: tal noción es respetabilísima y los fieles de ese credo han de contar con plena libertad para profesarla. Pero no tienen derecho a convertirla en norma jurídica o en prohibición judicial que se imponga a los no católicos.
Por esos embates, voluntades tenaces procedentes de muchos orígenes –cito sólo a título de ejemplo a Juventino Castro y Castro, María de los Ángeles Moreno, Beatriz Pagés, Rodolfo Echeverría, Roberto Blancarte, Bernardo Barranco– pugnan por rebautizar a la república para que también se llame laica. No los asalta el candor de suponer que la realidad se modifica con una enmienda legal, por más que sea de rango constitucional. Fían, sí, en el carácter de escudo que la carta constitucional puede adquirir en la disputa por el tono y la densidad que debe tener nuestra convivencia, no una convivencia dificultada por la intolerancia, sino la que resulta de “desarrollar armónicamente las facultades del ser humano” y de fomentar en él, “a la vez, el amor a la patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y la justicia”.
Ese es el credo de la educación laica en una república que, siendo laica, debe ostentar ese carácter en su definición.
Se trata de agregar sólo una palabra a los adjetivos con que caracterizó el Constituyente a la República Mexicana. Ya dice que “es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal…”. Se trata de que diga también que la república es laica. El adjetivo cabría, según el dictamen de la comisión legislativa, en penúltimo lugar, antes de “federal”. Gramaticalmente la operación es fácil. No lo es políticamente.
Desde diversos orígenes, hace ya tiempo se alzan voces que alertan contra el riesgo en que se halla el carácter laico del Estado mexicano. Se da por sentado que esa nota definitoria existe, pero bien miradas las cosas no hay en el texto constitucional ninguna afirmación al respecto, definiendo como laico al régimen, si bien la palabra respectiva aparece claramente en el artículo 3º, al enumerar los atributos de la educación que imparta el Estado.
Ésta deberá ser laica, dice en primer lugar esa porción del credo constitucional. Y, además, debe ser obligatoria, democrática, nacional, gratuita, y “contribuirá a la mejor convivencia humana”. Para que la educación sea laica, la Constitución manda que se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”, que se base “en los resultados del progreso científico”, y luche “contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”.
Hace ya tiempo que, por mudanzas en el temperamento político y en las leyes, la educación impartida por particulares ha quedado sustraída a esas definiciones constitucionales. No contenta con enseñar religión al mismo tiempo que cumple con los planes de estudios oficiales, la Iglesia católica pugna a través del PAN por avanzar hacia la libertad de enseñanza, especioso concepto que implica impartir cursos de religión en los establecimientos públicos. Amén de pretender con ello que el Estado cumpla un deber suyo, desatendido respecto del grueso de la población, de transmitir la historia, la doctrina y los valores del catolicismo, el clero respectivo pretende socavar el hasta ahora único fundamento constitucional de la laicidad, que aun sin definiciones está en la base de la convivencia nacional. Para que sea democrático, el Estado mexicano debe ser laico, es decir, mantenerse aparte y sobre las creencias religiosas, sin ceder siquiera a la censalmente mayoritaria.
Esa percepción constitucional está en jaque. Con la unión de dos partidos conservadores, el PAN y el PRI, 18 Constituciones locales han sido reformadas en un plazo menor a dos años, y, evidentemente, conforme a un plan rector para que declaren de manera solemne que esos ordenamientos jurídicos protegen la vida humana desde el momento de la concepción. Esa es una noción religiosa propagada por altos jefes de la Iglesia católica. Creen que así se entra en el ámbito de respeto a la vida privada. Los clérigos tienen derecho a enseñar ese dogma y a proponerlo como base de la conducta de sus feligreses, que con toda libertad pueden hacerlo suyo. Pero cuando esa verdad válida para los creyentes de una fe se convierte, como ha sido el caso, en norma legal que obliga a todos, aun a quienes no conceden crédito a ese concepto ni a sus fundamentos religiosos, se lesiona el Estado laico.
La reforma constitucional es la base requerida para enmiendas a la legislación penal. Si la vida está protegida desde el momento de la concepción, interrumpirla es un delito, y así debe ser estipulado en los códigos que antaño se llamaban “de defensa social”. Con ese criterio religioso, el fundamentalismo católico, que aspira a que sus dogmas se conviertan en leyes y a que las leyes divinas (definidas como tales por la jerarquía eclesiástica) se coloquen por encima de las leyes civiles, ha reaccionado exitosamente contra el riesgo de atentados contra la vida que tienen su origen en la Ciudad de México.
La cruzada por la reforma constitucional local en materia de protección a la vida es el blindaje con que el conservadurismo se propone evitar que cundan las nociones laicas, fundadas en la investigación científica, sobre la concepción. Como las nociones de que provee la ciencia aclaran que no hay vida de ser humano en el momento de la concepción y varias semanas después, no es delito interrumpir el embarazo dentro de un término fijado por la ley, que en el caso capitalino es de 12 semanas y en no pocos países es aun mayor, hasta llegar al extremo –australiano, según recuerdo– de fijar como plazo para el aborto lícito el doble del nivel mexicano, 24 semanas.
El fundamentalismo católico buscó impedir esa reforma. Sus diputados fracasaron en el empeño y tampoco pudieron iniciar una acción de inconstitucionalidad contra el ordenamiento que despenaliza el aborto practicado dentro de aquel término. Y entonces, en una operación de pinzas –por un lado las reformas constitucionales locales, y por otro estas acciones ante la Suprema Corte de Justicia–, dos órganos del Estado pugnaron por que el máximo tribunal declarara contrario a la Constitución lo que era ciertamente contrario a creencias religiosas respetabilísimas pero que no pueden ser impuestas a una sociedad heterogénea, donde diversas porciones minoritarias no deben ser obligadas a acatar el credo de la mayoría. Así como es reprobable que un juez municipal o un alcalde sancione con duras penas, que pueden llegar hasta la exclusión a quien no aporte dinero o trabajo para una celebración religiosa, lo es también la actuación de la Procuraduría General de la República y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que bregaron ante la Corte como si representaran el parecer del alto clero.
Fueron derrotadas en su empecinamiento. Pero la PGR ha vuelto a las andadas ante la reforma al Código Civil que define el matrimonio como la “unión de dos personas”, en vez de la “unión de un hombre y una mujer”. Ha iniciado una nueva acción de inconstitucionalidad, basada de nuevo en frágiles argumentos jurídicos; frágiles porque en realidad esconden alegatos propios de la moralidad católica, basada a su vez en una concepción religiosa de la vida. Hay que decirlo una vez más: tal noción es respetabilísima y los fieles de ese credo han de contar con plena libertad para profesarla. Pero no tienen derecho a convertirla en norma jurídica o en prohibición judicial que se imponga a los no católicos.
Por esos embates, voluntades tenaces procedentes de muchos orígenes –cito sólo a título de ejemplo a Juventino Castro y Castro, María de los Ángeles Moreno, Beatriz Pagés, Rodolfo Echeverría, Roberto Blancarte, Bernardo Barranco– pugnan por rebautizar a la república para que también se llame laica. No los asalta el candor de suponer que la realidad se modifica con una enmienda legal, por más que sea de rango constitucional. Fían, sí, en el carácter de escudo que la carta constitucional puede adquirir en la disputa por el tono y la densidad que debe tener nuestra convivencia, no una convivencia dificultada por la intolerancia, sino la que resulta de “desarrollar armónicamente las facultades del ser humano” y de fomentar en él, “a la vez, el amor a la patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y la justicia”.
Ese es el credo de la educación laica en una república que, siendo laica, debe ostentar ese carácter en su definición.
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