viernes, 5 de febrero de 2010

ENSAYO DE ORQUESTA

JOSÉ WOLDENBERG KARAKOSKY

Vale la pena recordarlo: los títulos del film arrancan sobre una pared deteriorada y se escuchan ruidos discordantes, fuertes, molestos, típicos de la ciudad. Cláxones de coches, alarmas de ambulancias, en fin, sonidos del ambiente urbano.
Un antiguo oratorio del siglo XVIII fue convertido en un pequeño auditorio para conciertos. Un recinto ideal para escuchar música al que a lo largo de la historia han asistido miembros de la nobleza, gobernantes, empresarios, mujeres bellísimas. De ello nos informa un viejo copista mientras coloca los atriles y las partituras. "No puedo vivir sin música", dice.
Van llegando los músicos con sus respectivos instrumentos. Viejos y jóvenes, hombres los más y algunas mujeres. Se hacen bromas, cambian impresiones, se burlan de sus semejantes. La televisión, "un huésped distinguido", va a grabar el ensayo y ello introduce un elemento nuevo. Alguien interroga: "¿Será como Ocho y medio, una película psicoanalítica?". No falta quien pregunta si les van a pagar por ese programa televisivo, y el representante del sindicato responde que no.
Los músicos explican a la cámara, uno por uno, las cualidades de sus instrumentos. Y da inicio una competencia para fijar las características, la superioridad y la singularidad de cada cual. Hay emulación, maledicencia. El piano es "un animal mitológico"; la flauta un arma "delicada, discreta" emparentada con la voz humana; el trombón y su voz grave es el "cómico", "el instrumento de los ángeles", "una creatura solitaria"; el primer violín, "el cerebro, el corazón", el "más viril", el "macho" por "penetrante, fálico, vibrante", es el divo de la orquesta, "la autoridad"; el violonchelo resulta "esencial para la construcción sinfónica", ya que es "un amigo ideal, discreto, verdadero, melancólico", incapaz de traicionar. La trompeta es única para las "acrobacias musicales" y para expresar "tristeza y alegría", es "un pasaporte a otra dimensión", aunque desafinada sea imperdonable. Sobra decir que la mirada irónica preside esas presentaciones. Se conjugan el juego, el sarcasmo, la erudición.
La coexistencia no resulta sencilla. Los timbales pueden convivir bien con el contrabajo porque ambos ofrecen "alegría, felicidad", pero no con la "altanería" del violín. El del violonchelo ve en el violín una figura "engañosa", "femenina". Hay celos, malentendidos, insidia.
El representante sindical explica de qué manera la fuerza de la organización sacó a los músicos del servilismo, reivindicó su labor, les ofreció prestigio y un "tratamiento salarial" correcto. Es la unión de los diferentes, la organización de esos egos, la que multiplicó su fuerza y les permitió negociar las condiciones de su trabajo.
Llega el director y se encuentra con una orquesta sin espíritu. No logra arrancarle lo que desea: "gracia, fuerza, sentimiento". A la mitad del ensayo, un músico escucha por radio los resultados del futbol, otros hojean revistas pornográficas. Cada quien en lo suyo; la displicencia es la actitud prevaleciente, la rutina y la inercia son la marca de la casa.
Súbitamente, los músicos jóvenes se rebelan contra el director. "Nos toca a nosotros dirigir", "la música es una cadena de explotación", "basta del director de orquesta". Pintan las paredes, gritan, alzan los puños. Los viejos se encuentran pasmados. Es la rebelión. Se vive una completa anarquía. Las paredes empiezan a caer, el teatro se desmorona, los músicos parecen las víctimas de un bombardeo. Pero luego, desde los escombros, reinician el ensayo. Entonces la música fluye armónica, el conjunto vibra, la orquesta se comporta como tal. Y el director vuelve a ser un hombre autoritario. Grita. Impone. Manda. Da sus instrucciones en alemán.
Se trata de la película Ensayo de orquesta (1979) de Federico Fellini. Una socarrona y delirante alegoría de la vida política que oscila entre dos extremos: la libertad total de cada quien como sinónimo de anarquía y la sumisión de todos a una sola voluntad que ilustra al autoritarismo. Me gustaría pensar que la idea de Fellini era honrar la fórmula democrática porque es la que permite el mayor grado de libertad dentro de un orden acordado. Pero es probable que le estuviera atribuyendo mis propios prejuicios. Él hubiese dicho que se trataba de un divertimento.
Porque ese director de culto, irónico, circense, delirante, desbordado, hipnótico (y agréguele usted), creador de Ocho y medio, Julieta de los espíritus, Amarcord, Ginger y Fred, quizá vio en el automatismo y la falta de energía de los intérpretes la otra cara del egoísmo y la soberbia, que junto a un director incapaz de cumplir con su función -armonizar y coordinar a esa banda de músicos sin entraña, sin convicción-, construían un laberinto sin salida. Quizá una metáfora de la vida, quizá de la política.
Fellini hubiera cumplido 90 años el 20 de enero. Y me entero por la prensa que La dulce vida, estrenada el 3 de febrero de 1960, tiene ahora exactamente 50 años.

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