Casi de manera simultánea conocimos dos datos reveladores de la situación económica de México, que podrían parecer contradictorios pero que más bien son muestra fiel de la estructura productiva, de acumulación de beneficios y de poder económico en el país. Por un lado, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) puso en negro sobre blanco las cifras del descalabro económico de México en 2009, con una contracción del PIB de 6.5 puntos porcentuales frente a 2008; y por el otro, la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) hizo público que, en el mismo periodo, las utilidades de la banca privada en el país aumentaron 10.95 por ciento, esto es, en 62 mil 068 millones de pesos.
De acuerdo con el INEGI, la contracción de la actividad económica general se debió a un desempeño en el PIB del sector industrial de menos 7.3 por ciento, a una reducción del 6.6 por ciento en el valor generado en el sector servicios y a una expansión de 1.8 por ciento en 2009 de las actividades primarias. Lo anterior ilustra que fue el sector más moderno de la economía, el dedicado a la transformación, el que se vio más afectado por la crisis. Los servicios, donde se emplea el grueso de la fuerza de trabajo de nuestro país también tuvo una severa disminución y sólo el sector más tradicional, menos productivo, el que concentra a la menor cantidad de trabajadores, como es el primario –agro y actividades extractivas– tuvo una actividad favorable, si bien su situación es de estancamiento. Para que una economía tenga un tropiezo tan grande deben ocurrir varias cosas a la vez, como la caída del consumo privado –las familias compran menos, porque ven reducir su ingreso y pierden sus fuentes de empleo, porque el crédito no es suficiente o es caro, y porque sus expectativas sobre el futuro no son halagüeñas, por ejemplo–, así como una reducción de la inversión de las empresas –que no tienen perspectivas de mejoras de ventas y por lo tanto disminuyen su acumulación de inventarios y se resisten a iniciar nuevos proyectos o no cuentan con los recursos para hacerlo–, además de que hay una caída del componente externo de la demanda agregada, y el gasto del gobierno no alcanza a compensar esas tendencias negativas. En suma, puede decirse que una crisis de demanda y producción, como la que tenemos, se ve agravada por el papel del sector financiero, que no capta ahorro para trasladarlo a proyectos productivos y que, por sus altos costos, tampoco contribuye al consumo familiar.
¿Cómo es posible que en un escenario de empresarios en apuros y de familias empobrecidas, que son los generadores de ahorro y también los deudores del sistema financiero, crezca la utilidad de la banca? Sin duda estamos ante un fenómeno de incremento de transferencias de ingresos de las unidades económicas privadas –negocios e individuos– a las instituciones bancarias, bien a través de un diferencial aún muy alto entre los intereses que paga la banca y los que cobra, así como por el cobro excesivo de comisiones por manejo y servicios.
En el panorama actual, ¿qué incentivos tendrá la banca privada en México para hacerse más eficiente, para prestar más al sector productivo, para captar más ahorro, para aumentar el nivel de bancarización, en fin, para cumplir con su fin principal que es llevar de manera eficiente recursos a las actividades productivas si, en plena crisis económica, está en jauja? La banca puede mantenerse con los patrones de actuación que viene desarrollando en los últimos años, de espaldas a la necesidad de crecimiento e innovación productiva de la economía, pues al final sus libros siempre están en números negros, sus utilidades superan a las de las casas matrices de las instituciones en el extranjero, e incluso les permiten contribuir a contrarrestar las pérdidas en los países centrales. Todo ello a pesar de que los indicadores de eficiencia del desempeño de la banca en México vayan a la cola de la OCDE. La lógica de ganancias privadas y pérdidas públicas se vuelve a hacer patente en nuestro caso.
Lo anterior ocurre sin que, desde las autoridades económicas de México, se dé la más mínima reacción ante el hecho de que la ineficiencia y el abuso de un sector estén dañando al conjunto del tejido productivo y lesionando al bienestar general de las familias, ya sea como ahorradoras o como deudoras de la banca.
Mientras tanto, en el mundo entero se abre paso la discusión política de cómo volver a regular a la banca, de cómo evitar que el dejar hacer, dejar pasar, genere nuevos episodios de derroche privado y destrucción productiva, de cómo incluso limitar sueldos y beneficios estratosféricos, en suma, de cómo hacer para que la búsqueda del lucro individual no comprometa al progreso colectivo. Pero en nuestros circuitos de toma de decisiones económicas –muy cercanos a los diagnósticos y percepciones de quienes siguen incrementando sus ganancias–, ese debate se da por inexistente. He ahí otra paradoja: para los paladines de la apertura y el liberalismo económicos, lo único en lo que somos autárquicos es en el pensamiento y la reflexión intelectual que pueden comprometer los intereses de los nacidos para ganar.
De acuerdo con el INEGI, la contracción de la actividad económica general se debió a un desempeño en el PIB del sector industrial de menos 7.3 por ciento, a una reducción del 6.6 por ciento en el valor generado en el sector servicios y a una expansión de 1.8 por ciento en 2009 de las actividades primarias. Lo anterior ilustra que fue el sector más moderno de la economía, el dedicado a la transformación, el que se vio más afectado por la crisis. Los servicios, donde se emplea el grueso de la fuerza de trabajo de nuestro país también tuvo una severa disminución y sólo el sector más tradicional, menos productivo, el que concentra a la menor cantidad de trabajadores, como es el primario –agro y actividades extractivas– tuvo una actividad favorable, si bien su situación es de estancamiento. Para que una economía tenga un tropiezo tan grande deben ocurrir varias cosas a la vez, como la caída del consumo privado –las familias compran menos, porque ven reducir su ingreso y pierden sus fuentes de empleo, porque el crédito no es suficiente o es caro, y porque sus expectativas sobre el futuro no son halagüeñas, por ejemplo–, así como una reducción de la inversión de las empresas –que no tienen perspectivas de mejoras de ventas y por lo tanto disminuyen su acumulación de inventarios y se resisten a iniciar nuevos proyectos o no cuentan con los recursos para hacerlo–, además de que hay una caída del componente externo de la demanda agregada, y el gasto del gobierno no alcanza a compensar esas tendencias negativas. En suma, puede decirse que una crisis de demanda y producción, como la que tenemos, se ve agravada por el papel del sector financiero, que no capta ahorro para trasladarlo a proyectos productivos y que, por sus altos costos, tampoco contribuye al consumo familiar.
¿Cómo es posible que en un escenario de empresarios en apuros y de familias empobrecidas, que son los generadores de ahorro y también los deudores del sistema financiero, crezca la utilidad de la banca? Sin duda estamos ante un fenómeno de incremento de transferencias de ingresos de las unidades económicas privadas –negocios e individuos– a las instituciones bancarias, bien a través de un diferencial aún muy alto entre los intereses que paga la banca y los que cobra, así como por el cobro excesivo de comisiones por manejo y servicios.
En el panorama actual, ¿qué incentivos tendrá la banca privada en México para hacerse más eficiente, para prestar más al sector productivo, para captar más ahorro, para aumentar el nivel de bancarización, en fin, para cumplir con su fin principal que es llevar de manera eficiente recursos a las actividades productivas si, en plena crisis económica, está en jauja? La banca puede mantenerse con los patrones de actuación que viene desarrollando en los últimos años, de espaldas a la necesidad de crecimiento e innovación productiva de la economía, pues al final sus libros siempre están en números negros, sus utilidades superan a las de las casas matrices de las instituciones en el extranjero, e incluso les permiten contribuir a contrarrestar las pérdidas en los países centrales. Todo ello a pesar de que los indicadores de eficiencia del desempeño de la banca en México vayan a la cola de la OCDE. La lógica de ganancias privadas y pérdidas públicas se vuelve a hacer patente en nuestro caso.
Lo anterior ocurre sin que, desde las autoridades económicas de México, se dé la más mínima reacción ante el hecho de que la ineficiencia y el abuso de un sector estén dañando al conjunto del tejido productivo y lesionando al bienestar general de las familias, ya sea como ahorradoras o como deudoras de la banca.
Mientras tanto, en el mundo entero se abre paso la discusión política de cómo volver a regular a la banca, de cómo evitar que el dejar hacer, dejar pasar, genere nuevos episodios de derroche privado y destrucción productiva, de cómo incluso limitar sueldos y beneficios estratosféricos, en suma, de cómo hacer para que la búsqueda del lucro individual no comprometa al progreso colectivo. Pero en nuestros circuitos de toma de decisiones económicas –muy cercanos a los diagnósticos y percepciones de quienes siguen incrementando sus ganancias–, ese debate se da por inexistente. He ahí otra paradoja: para los paladines de la apertura y el liberalismo económicos, lo único en lo que somos autárquicos es en el pensamiento y la reflexión intelectual que pueden comprometer los intereses de los nacidos para ganar.
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