En el contexto de las democracias occidentales existen dos paradigmas de la relación dinero-propaganda política. Uno es el de Estados Unidos, caracterizado por la permisibilidad casi absoluta del uso del dinero para contratar propaganda electoral en los medios de comunicación por parte de los partidos y sus candidatos, los grupos de interés o los ciudadanos en lo individual, y otro el de países como Inglaterra, Francia, Alemania y España, que se distingue por la imposición de profundas restricciones a dicha contratación con el objeto de sentar las bases para una competencia política en paridad de condiciones y eliminar el factor oneroso del acceso de los partidos a los medios de comunicación social. Una de las grandes virtudes de la reforma electoral de 2007 fue el giro copernicano en el modelo de comunicación política. Previo al ajuste, la legislación incentivaba la presencia del factor oneroso en el escenario político al dejar la contratación de propaganda electoral a la relación directa entre partidos políticos y grandes emporios radiotelevisivos. El arreglo generó que quien más prerrogativas recibía tuviera una exposición mediática más significativa y que alrededor de 65 o 70% del dinero público transferido a los partidos fuera a parar directamente a las arcas de los medios. Se prohibía, es verdad, la contratación de propaganda a los particulares y a las empresas; pero, al no existir sanción expresa para castigar esas conductas, ni órgano electoral con autoridad para prevenirlas, se permitió una indebida injerencia de la clase empresarial que al final de cuentas vino a empañar los resultados de las elecciones de 2006. Hoy, lo sabemos, en un esfuerzo adicional para hacer viable la condición de paridad, se ha garantizado el acceso gratuito de los partidos a los medios a través de los tiempos que corresponden al Estado en radio y televisión y se ha dado cobertura constitucional a la prohibición de contratar propaganda frente a todos aquellos sujetos que no tengan la calidad de partidos políticos. La sentencia de la Corte Suprema estadounidense sobre la relación dinero-política (Citizens United vs Federal Election Commission, de 21 de enero) ha sido aprovechada por algunos políticos, líderes de opinión y medios de comunicación mexicanos, para poner nuevamente a discusión el modelo recientemente adoptado. En sus alegatos no han escatimado elogios a la Corte, a los jueces y al sistema de nuestro vecino del norte, ubicándolos como paradigmas de la democracia y de la libertad de expresión. Poco importa que una reflexión seria sobre los alcances de dicha resolución venga a confirmar la excesiva relevancia que le otorgan al dinero privado en las elecciones. La Corte ha dicho, en pocas palabras, que es contrario a la Constitución establecer restricciones para que las grandes uniones y corporaciones, léase sindicatos y empresas, puedan financiar campañas políticas mediante la contratación de propaganda electoral dirigida a favorecer o perjudicar a un candidato específico. En consecuencia, los emporios más poderosos a nivel mundial, como las empresas aseguradoras, bancarias, tabacaleras, farmacéuticas, petroleras, de telecomunicaciones y los no menos influyentes grupos sindicales podrán invertir algunos millones de dólares para construir o destruir, en un tiempo mínimo, imágenes públicas de cara a los comicios. Evidente es que con la resolución, el plato está servido para que los poderes fácticos continúen su progresiva penetración en los ámbitos de decisión pública. No obstante, no debe perderse de vista el contexto. Estamos en el ámbito de una sociedad con niveles de educación, información, igualdad y desarrollo que brinda a sus ciudadanos mejores herramientas para procesar, e incluso atemperar, la influencia de los mensajes políticos financiados por los detentadores del poder económico. Nuestra realidad es muy diferente. Las condiciones de vida de más de la mitad de la población y el todavía exiguo desarrollo de nuestra cultura democrática no nos alcanzan para proteger a la sociedad del poder de influencia que tiene un vendaval de spots dirigidos desde los grandes intereses empresariales. La inteligencia financiera no nos da para prevenir la eventual transferencia de dinero del narcotráfico, vía empresas de lavado de dinero, hacia las elecciones. Los niveles de democracia en el interior de los sindicatos no nos ajustan para impedir que la propaganda sirva para amasar nuevos caudales de influencia política en favor de sus líderes. Dar pasos hacia atrás en el modelo recientemente adoptado significa empoderar a los poderosos y desplazar a los ciudadanos. ¿Realmente queremos que sólo tengan voz pública aquellos, como la clase empresarial y sindical, que cuentan con la capacidad económica para pagar spots electorales en horario triple A? ¿Queremos que el escenario electoral se convierta en espacio público para el lavado de dinero ilícito? ¿Debemos devolver el poder de influencia política que el duopolio televisivo generó mientras tenía la posibilidad de acordar las tarifas de la propaganda electoral? ¿Debemos volver a enriquecerlos con el dinero público de las prerrogativas? ¿Es sano para nuestra democracia que los poderes fácticos puedan, de manera directa o por medio de cabildeos, premiar o castigar a los candidatos; que puedan construir o destruir carreras políticas en función de su sometimiento a la defensa de sus intereses? No parece, en este sentido, que el ejemplo de Estados Unidos constituya el faro a seguir. Para fortuna nuestra, desde noviembre de 2007 decidimos ver al otro lado del Atlántico.
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