Para seguir dando cuenta del decálogo de cambios propuestos por el Presidente de la República, podríamos analizar dos puntos propuestos y que se relacionan con el poder de los ciudadanos en la vida política: darles la facultad de plantear iniciativas legislativas y permitir las candidaturas independientes para cargos de elección popular.
En la primera de las propuestas, el fenómeno de la ciudadanización de la política apunta en ese sentido: estimula la organización ciudadana para la solución de sus respectivos problemas, constituye una competencia para los partidos políticos, que perderían el monopolio de la representación ciudadana y se enfrentarían con el reto de leer auténticamente las necesidades populares y proponer soluciones adecuadas. Sin embargo, el legislador no abdica de su función constitucional y es él quien aprueba o reprueba la reforma, y la Suprema Corte sigue velando por su constitucionalidad. Un beneficio adicional consiste en que los ciudadanos recuperan rápidamente la confianza en la democracia por cuanto encuentran que su voz puede originar cambios en la convivencia política y jurídica de la sociedad.
La segunda de las propuestas no parece tan atractiva. Por principio, se trata de ciudadanos que, sin partido que los acoja, aspiran a obtener cargos de representación popular. El hecho de acercar el poder a un ciudadano no significa que la política se encuentre en manos de ellos, sino significa que existe un caudillo capaz de hacer lo que los partidos políticos no pueden lograr. En un escenario como el que vivimos, una candidatura independiente requiere un gasto que no cualquier persona o entidad puede erogar por sí misma, antes bien, necesita el concurso de muchos que pondrían su dinero al servicio de una campaña y que, en la mayoría de los casos, aspirarían a algún tipo de recuperación, entre ellos algunos cuyas fortunas no soportarían una leve auditoría legal o económica. Otro problema lo constituye el hecho de premiar los caudillismos, es decir, optar por un individuo que puede encarnar las esperanzas de muchos, frente a las opciones de los partidos que representan ideologías y formas más amplias de representarse el mundo de lo político.
Es necesario analizar con cierta delicadeza el problema que, al parecer, resolverían las candidaturas independientes. Se trata de la crisis de confianza y credibilidad que sufren los partidos. El dilema está en la lejanía que los partidos tienen hoy con respecto a los ciudadano y de la forma en que están dejando de ser gestores del bien público, para convertirse en factores de su propio poder, en enormes maquinarias burocráticas que trabajan para conseguir más poder y conservar el que ya han acumulado. Las candidaturas independientes deben ser entendidas como episodios aislados que, lejos de ayudar, agravarían la situación de los partidos cada vez más embebidos en la competencia, ahora, de un nuevo actor político.
La solución se encuentra, más bien, en la revisión del funcionamiento del sistema de partidos, en la defensa de los derechos de los militantes y en un eficaz sistema democrático de información, evaluación y sanción de los partidos, y no sólo por las autoridades electorales, que ahora parecen hechas al juego de la voluntad de los partidos, sino de los ciudadanos, mediante el voto y la iniciativa.
En ambos casos, lo que parece interpretar con acierto la propuesta del Presidente es el enorme poder que ha acumulado la ciudadanía y que aparece disperso.
En la primera de las propuestas, el fenómeno de la ciudadanización de la política apunta en ese sentido: estimula la organización ciudadana para la solución de sus respectivos problemas, constituye una competencia para los partidos políticos, que perderían el monopolio de la representación ciudadana y se enfrentarían con el reto de leer auténticamente las necesidades populares y proponer soluciones adecuadas. Sin embargo, el legislador no abdica de su función constitucional y es él quien aprueba o reprueba la reforma, y la Suprema Corte sigue velando por su constitucionalidad. Un beneficio adicional consiste en que los ciudadanos recuperan rápidamente la confianza en la democracia por cuanto encuentran que su voz puede originar cambios en la convivencia política y jurídica de la sociedad.
La segunda de las propuestas no parece tan atractiva. Por principio, se trata de ciudadanos que, sin partido que los acoja, aspiran a obtener cargos de representación popular. El hecho de acercar el poder a un ciudadano no significa que la política se encuentre en manos de ellos, sino significa que existe un caudillo capaz de hacer lo que los partidos políticos no pueden lograr. En un escenario como el que vivimos, una candidatura independiente requiere un gasto que no cualquier persona o entidad puede erogar por sí misma, antes bien, necesita el concurso de muchos que pondrían su dinero al servicio de una campaña y que, en la mayoría de los casos, aspirarían a algún tipo de recuperación, entre ellos algunos cuyas fortunas no soportarían una leve auditoría legal o económica. Otro problema lo constituye el hecho de premiar los caudillismos, es decir, optar por un individuo que puede encarnar las esperanzas de muchos, frente a las opciones de los partidos que representan ideologías y formas más amplias de representarse el mundo de lo político.
Es necesario analizar con cierta delicadeza el problema que, al parecer, resolverían las candidaturas independientes. Se trata de la crisis de confianza y credibilidad que sufren los partidos. El dilema está en la lejanía que los partidos tienen hoy con respecto a los ciudadano y de la forma en que están dejando de ser gestores del bien público, para convertirse en factores de su propio poder, en enormes maquinarias burocráticas que trabajan para conseguir más poder y conservar el que ya han acumulado. Las candidaturas independientes deben ser entendidas como episodios aislados que, lejos de ayudar, agravarían la situación de los partidos cada vez más embebidos en la competencia, ahora, de un nuevo actor político.
La solución se encuentra, más bien, en la revisión del funcionamiento del sistema de partidos, en la defensa de los derechos de los militantes y en un eficaz sistema democrático de información, evaluación y sanción de los partidos, y no sólo por las autoridades electorales, que ahora parecen hechas al juego de la voluntad de los partidos, sino de los ciudadanos, mediante el voto y la iniciativa.
En ambos casos, lo que parece interpretar con acierto la propuesta del Presidente es el enorme poder que ha acumulado la ciudadanía y que aparece disperso.
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