En nuestra entrega anterior comentamos el primero de los puntos del decálogo de cambios del Presidente: reelección de delegados, alcaldes y legisladores federales. El siguiente busca reducir de 128 a 96 el número de senadores y de 500 a 400 el de diputados, con dos objetivos primordiales: disminuir el costo exorbitante de la Legislatura y ajustar el número de sus miembros a la verdadera representatividad de los ciudadanos. Debe decirse que el Senado no lo idearon como una instancia de representación ciudadana, sino la reunión de los miembros del Pacto Federal por medio de sus representantes. De ahí que, originalmente, cada entidad tuviera dos y dos más por el DF. Del mismo modo en que el número de diputados se incrementó mucho con la reforma política de Reyes Heroles, que creaba los de partido, diversas reformas aumentaron la cantidad. Lo que la propuesta del Presidente quiere someter a debate, más allá del número, que en estricto sentido bastaría con 300, es si todavía resulta funcional la representación proporcional, es decir, si sirven las reglas diseñadas para incrementar la participación de los partidos minoritarios. En realidad, como sucede con muchas prácticas políticas, el uso determinó un abuso y ha distorsionado la institución original. Hoy, los legisladores plurinominales deben su cargo, no al electorado, sino a su partido y, mientras en mejor posición en la lista, con mayor compromiso. Son ellos cuya representatividad se pone en duda. Lo que debemos preguntarnos es si en realidad pueden convivir, como muchos años lo han hecho, las dos formas de elección. La siguiente propuesta está también relacionada con la tarea de los partidos: busca elevar de 2% a 4% la votación mínima que deben obtener en elecciones generales, para mantener su registro. De igual manera, el porcentaje es una cantidad negociable arriba de 2 por ciento. Lo que discutimos es en realidad la calidad del servicio social y político que prestan los partidos. Es cierto que todas las voces políticas deben estar representadas, pero también que un partido sólo puede funcionar cuando representa a un grupo de ciudadanos cuyas posiciones son discutibles en un ámbito democrático. Atomizar la representatividad significaría intrincados sistemas de alianzas, ideas de muy difícil discusión y la extinción final del sistema de ideologías — ya en bastante crisis en México— y, finalmente, un escenario cercano a la parálisis legislativa. Hubo un tiempo en el que era muy importante estimular la participación política, de ahí el modelo de la representación proporcional o la apertura a los partidos en extremo minoritarios. Hoy hay dos temas que no pueden ser soslayados: el hecho de que la vida política nacional tiene suficiente dinamismo ya para que toda fuerza alcance representación sin necesidad de unos alicientes externos, y el de que hoy el poder que merece con mayor acritud la crítica ciudadana es el Legislativo, lo que indudablemente nos conduce a dirigir nuestra reflexión hacia ese elemento. Por lo tanto, es urgente recuperar su credibilidad, que tiene una fuente principal: la representatividad.
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