Que en la actualidad los partidos no gozan de buena fama pública es algo que los diversos estudios de cultura política han venido constatando. Es más, en América Latina —y en México seguimos esa tendencia— su descrédito se ha acentuando aceleradamente en la última década, al grado de colocarlos (por cierto, junto con los parlamentos) en los peores niveles de confianza y aprecio ciudadano.
A ello ha contribuido, sin duda, su pragmatismo electorero, su vacío ideológico y programático, y la falta de representatividad y democracia interna. Pero también es cierto que ese descrédito ha venido construyéndose intencionalmente, entre otros, por poderes mediáticos y por falsos puristas que desde hace tiempo han venido planteándose como voceros o representantes, de los intereses de la ciudadanía.
Ese preocupante desencanto ha alimentado una serie de propuestas —tras las que se esconden no pocas pulsiones autoritarias— que plantean la reducción y depuración del sistema de partidos mediante el encarecimiento de los requisitos para constituir nuevos partidos y para el mantenimiento del registro de los ya existentes. La última de esas propuestas es la que se contiene en la iniciativa de reforma política del presidente Calderón, que plantea elevar el piso mínimo para conservar el registro de 2% de la votación, como actualmente ocurre, a 4%.
La tendencia no es nueva y ya se ha materializado en varias reformas legislativas: en diciembre 1993 se duplicaron los requisitos tanto por lo que hace al número de afiliados (pasando del 0.13% del padrón electoral al 0.26%), como al número de asambleas estatales o distritales requeridas para constituir un partido político (de 10 a 20 y de 100 a 200, respectivamente). Además, entonces se concedió el derecho exclusivo de constituir partidos a las agrupaciones políticas nacionales (APN).
La reforma de 2007, por su parte, si bien venturosamente eliminó esa prerrogativa exclusiva de las APN y abrió la puerta para que cualquier organización de ciudadanos creara un partido, también agravó la constitución de los mismos al establecer que esa posibilidad podía ocurrir sólo cada seis años, de cara a las elecciones intermedias, y no cada tres años como había venido ocurriendo hasta entonces.
Cabe decir, a contracorriente del sentido común, que la consolidación democrática pasa no por cerrar las puertas del sistema de partidos, sino por abrirlas de manera franca a nuevas alternativas que permitan una mejor expresión de la pluralidad y que, además, oxigenen y estimulen la competitividad política.
El proceso de democratización en México comenzó hace 33 años con la introducción del “registro condicionado” como una manera para facilitar que una serie de organizaciones políticas pudieran constituir partidos sin tener que atravesar por el gravoso y tortuoso procedimiento de obtención del registro convencional. La condición para su permanencia era la obtención de un mínimo de votación que refrendara su arraigo entre los ciudadanos. Esa figura, que se suprimió en 1986, pero que volvió a introducirse en 1990 y perduró hasta 1996, permitió que muchas nuevas organizaciones vinieran a enriquecer y dinamizar el sistema de partidos.
Si lo que se quiere es abrir los espacios de participación ciudadana y potenciar sus derechos políticos, más que buscar falsas salidas como las candidaturas independientes, mismas que a la larga pueden acarrear más problemas que beneficios, valdría la pena explorar la posibilidad de reintroducir, una vez más, la figura del registro condicionado con el fin de potenciar la participación política, estimular el pluralismo (condición y expresión de la democracia) y así crear un contexto de exigencia a los partidos existentes para que se democraticen, se renueven y se vuelvan atractivos para los ciudadanos.
Lo anterior podría bien combinarse con la exigencia de porcentajes de votación diferenciados para mantener el registro, para acceder a financiamiento público (o a determinadas modalidades de éste), y para acceder a la representación política.
Insisto, democratizar el sistema de partidos sólo puede hacerse con una lógica incluyente y fortalecedora del pluralismo.
A ello ha contribuido, sin duda, su pragmatismo electorero, su vacío ideológico y programático, y la falta de representatividad y democracia interna. Pero también es cierto que ese descrédito ha venido construyéndose intencionalmente, entre otros, por poderes mediáticos y por falsos puristas que desde hace tiempo han venido planteándose como voceros o representantes, de los intereses de la ciudadanía.
Ese preocupante desencanto ha alimentado una serie de propuestas —tras las que se esconden no pocas pulsiones autoritarias— que plantean la reducción y depuración del sistema de partidos mediante el encarecimiento de los requisitos para constituir nuevos partidos y para el mantenimiento del registro de los ya existentes. La última de esas propuestas es la que se contiene en la iniciativa de reforma política del presidente Calderón, que plantea elevar el piso mínimo para conservar el registro de 2% de la votación, como actualmente ocurre, a 4%.
La tendencia no es nueva y ya se ha materializado en varias reformas legislativas: en diciembre 1993 se duplicaron los requisitos tanto por lo que hace al número de afiliados (pasando del 0.13% del padrón electoral al 0.26%), como al número de asambleas estatales o distritales requeridas para constituir un partido político (de 10 a 20 y de 100 a 200, respectivamente). Además, entonces se concedió el derecho exclusivo de constituir partidos a las agrupaciones políticas nacionales (APN).
La reforma de 2007, por su parte, si bien venturosamente eliminó esa prerrogativa exclusiva de las APN y abrió la puerta para que cualquier organización de ciudadanos creara un partido, también agravó la constitución de los mismos al establecer que esa posibilidad podía ocurrir sólo cada seis años, de cara a las elecciones intermedias, y no cada tres años como había venido ocurriendo hasta entonces.
Cabe decir, a contracorriente del sentido común, que la consolidación democrática pasa no por cerrar las puertas del sistema de partidos, sino por abrirlas de manera franca a nuevas alternativas que permitan una mejor expresión de la pluralidad y que, además, oxigenen y estimulen la competitividad política.
El proceso de democratización en México comenzó hace 33 años con la introducción del “registro condicionado” como una manera para facilitar que una serie de organizaciones políticas pudieran constituir partidos sin tener que atravesar por el gravoso y tortuoso procedimiento de obtención del registro convencional. La condición para su permanencia era la obtención de un mínimo de votación que refrendara su arraigo entre los ciudadanos. Esa figura, que se suprimió en 1986, pero que volvió a introducirse en 1990 y perduró hasta 1996, permitió que muchas nuevas organizaciones vinieran a enriquecer y dinamizar el sistema de partidos.
Si lo que se quiere es abrir los espacios de participación ciudadana y potenciar sus derechos políticos, más que buscar falsas salidas como las candidaturas independientes, mismas que a la larga pueden acarrear más problemas que beneficios, valdría la pena explorar la posibilidad de reintroducir, una vez más, la figura del registro condicionado con el fin de potenciar la participación política, estimular el pluralismo (condición y expresión de la democracia) y así crear un contexto de exigencia a los partidos existentes para que se democraticen, se renueven y se vuelvan atractivos para los ciudadanos.
Lo anterior podría bien combinarse con la exigencia de porcentajes de votación diferenciados para mantener el registro, para acceder a financiamiento público (o a determinadas modalidades de éste), y para acceder a la representación política.
Insisto, democratizar el sistema de partidos sólo puede hacerse con una lógica incluyente y fortalecedora del pluralismo.
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