El Presidente de la república convocó, en un artículo publicado en diversos diarios de circulación nacional el pasado miércoles 2 de febrero, “a las organizaciones de la sociedad civil, a los académicos y especialistas, a los trabajadores, a los estudiantes, a los empresarios, a los activistas y a los militantes de todos los partidos políticos, a quienes participan en las llamadas redes sociales en internet y a todos los ciudadanos a participar en la discusión de la reforma política”, y a expresarse con claridad y contundencia. “Trato de optar, en esta nota, por lo primero, por exponer con claridad mis reservas frente a los argumentos en que se apoya la iniciativa”.
El titular del Ejecutivo federal insiste en que los diez puntos de reforma política que presentó al Congreso de la Unión tienen el objetivo último de fortalecer a la ciudadanía, como si la extensión de la democracia y la creación de ciudadanía en alguna parte del mundo no hubiesen implicado también el fortalecimiento de las organizaciones ciudadanas que hacen viable y estable al propio régimen democrático: los partidos políticos. No hay que ir muy lejos: el voto ciudadano contó y se contó en México cuando se edificó un auténtico sistema de partidos políticos en plural. Sin la existencia de organizaciones como el propio Partido Acción Nacional y como el Partido de la Revolución Democrática, difícilmente habríamos presenciado una ampliación de los derechos políticos de los ciudadanos. Por ello, suponer que partidos fuertes implican ciudadanos débiles, y viceversa, es una falacia. Miremos, si no, otras experiencias en América Latina: ahí donde los derechos políticos –pues de eso se trata toda reforma política– están más cuestionados o en riesgo, también son más frágiles los partidos políticos, como ocurrió en el Perú de Fujimori o sucede en la Venezuela de Chávez.
En su artículo, el presidente afirma: “Es claro que la ciudadanía exige nuevos y más eficaces canales de comunicación con sus autoridades y gobernantes. Quiere gobiernos más sensibles a sus necesidades, que rindan cuentas, que transparenten nítidamente su gasto y estén comprometidos con la gente.” Sin embargo, nada de esto contiene la iniciativa directamente. La idea de que los alcaldes puedan presentarse a la reelección no los obliga a la transparencia, si acaso los expone al no voto ante un eventual siguiente mandato, pero la posibilidad de reelección no es sinónimo per se de rendición de cuentas. Más aún, la frase citada al inicio de este párrafo va en contrasentido con decisiones recientes del propio Ejecutivo al impugnar resoluciones del Instituto Federal de Acceso a la Información en materia de transparencia o al acudir a la Suprema Corte de Justicia –como hizo la PGR– a solicitar que se dé el visto bueno a normas que van contra la entrega expedita de información a los ciudadanos. Para fortalecer la transparencia y el acceso de los ciudadanos a la información en manos de las instituciones públicas, sería bastante con un compromiso explícito del gobierno con la legislación vigente en la materia.
Por otra parte, una de las propuestas controvertidas es la de abrir espacio a las candidaturas independientes. “Se trata –dice el Presidente– de que los ciudadanos también puedan participar como candidatos o apoyar a los candidatos de su preferencia si no les satisfacen los que postulan los partidos políticos, siempre y cuando tales candidaturas independientes tengan el apoyo ciudadano adecuado”. En primer lugar, el “también” –que es un adición a algo– sobra: jamás ha habido un candidato que no sea ciudadano. Ahora, qué se entiende por “el apoyo ciudadano adecuado” no se precisa, ni se explica cómo se conjugan esas candidaturas con el mantenimiento de condiciones equitativas de la competencia, que es uno de los temas más sensibles de los procesos electorales contemporáneos.
Junto con la idea de las candidaturas independientes se propone fijar un porcentaje de votos mayor –duplicándolo, de 2 al 4 por ciento–para que un partido confirme su registro. Es decir, se dice que se quiere facilitar la participación individual en política, al tiempo que se dificulta la participación colectiva en las contiendas políticas. ¿A qué lógica responde ello? ¿A la que el ciudadano que participa él solo en política es virtuoso pero el que lo hace en una organización debe encontrar diques?
La argumentación para obstaculizar la vida de las organizaciones políticas minoritarias –es decir, las que es más fácil que empiecen a formar los ciudadanos que hoy no se identifican con los grandes partidos- es la siguiente: “Esta propuesta garantiza que un partido tenga una base ciudadana suficiente, y evita la suplantación de éstos por siglas que carecen de sustento y que además reciben recursos públicos”. Hoy todos los partidos que existen han tenido al menos 2 por ciento de los votos por ellos mismos. En el último proceso electoral, el partido que rebasó ese mínimo de manera menos holgada, Convergencia, obtuvo 822 mil votos de ciudadanos de carne y hueso. ¿No son base ciudadana suficiente 822 mil personas?
Tampoco el Ejecutivo explica por qué tiene la idea de que el Congreso no está funcionando, cuando prácticamente todas sus iniciativas han salido adelante –aunque con cambios, menores por cierto, como ocurre con la ley de ingresos y el presupuesto–.
Por las razones aquí expuestas, y en atención a la convocatoria del Presidente, mi conclusión es que ni el diagnóstico gubernamental es preciso ni las propuestas comentadas contribuirían a mejorar la calidad de nuestra democracia.
El titular del Ejecutivo federal insiste en que los diez puntos de reforma política que presentó al Congreso de la Unión tienen el objetivo último de fortalecer a la ciudadanía, como si la extensión de la democracia y la creación de ciudadanía en alguna parte del mundo no hubiesen implicado también el fortalecimiento de las organizaciones ciudadanas que hacen viable y estable al propio régimen democrático: los partidos políticos. No hay que ir muy lejos: el voto ciudadano contó y se contó en México cuando se edificó un auténtico sistema de partidos políticos en plural. Sin la existencia de organizaciones como el propio Partido Acción Nacional y como el Partido de la Revolución Democrática, difícilmente habríamos presenciado una ampliación de los derechos políticos de los ciudadanos. Por ello, suponer que partidos fuertes implican ciudadanos débiles, y viceversa, es una falacia. Miremos, si no, otras experiencias en América Latina: ahí donde los derechos políticos –pues de eso se trata toda reforma política– están más cuestionados o en riesgo, también son más frágiles los partidos políticos, como ocurrió en el Perú de Fujimori o sucede en la Venezuela de Chávez.
En su artículo, el presidente afirma: “Es claro que la ciudadanía exige nuevos y más eficaces canales de comunicación con sus autoridades y gobernantes. Quiere gobiernos más sensibles a sus necesidades, que rindan cuentas, que transparenten nítidamente su gasto y estén comprometidos con la gente.” Sin embargo, nada de esto contiene la iniciativa directamente. La idea de que los alcaldes puedan presentarse a la reelección no los obliga a la transparencia, si acaso los expone al no voto ante un eventual siguiente mandato, pero la posibilidad de reelección no es sinónimo per se de rendición de cuentas. Más aún, la frase citada al inicio de este párrafo va en contrasentido con decisiones recientes del propio Ejecutivo al impugnar resoluciones del Instituto Federal de Acceso a la Información en materia de transparencia o al acudir a la Suprema Corte de Justicia –como hizo la PGR– a solicitar que se dé el visto bueno a normas que van contra la entrega expedita de información a los ciudadanos. Para fortalecer la transparencia y el acceso de los ciudadanos a la información en manos de las instituciones públicas, sería bastante con un compromiso explícito del gobierno con la legislación vigente en la materia.
Por otra parte, una de las propuestas controvertidas es la de abrir espacio a las candidaturas independientes. “Se trata –dice el Presidente– de que los ciudadanos también puedan participar como candidatos o apoyar a los candidatos de su preferencia si no les satisfacen los que postulan los partidos políticos, siempre y cuando tales candidaturas independientes tengan el apoyo ciudadano adecuado”. En primer lugar, el “también” –que es un adición a algo– sobra: jamás ha habido un candidato que no sea ciudadano. Ahora, qué se entiende por “el apoyo ciudadano adecuado” no se precisa, ni se explica cómo se conjugan esas candidaturas con el mantenimiento de condiciones equitativas de la competencia, que es uno de los temas más sensibles de los procesos electorales contemporáneos.
Junto con la idea de las candidaturas independientes se propone fijar un porcentaje de votos mayor –duplicándolo, de 2 al 4 por ciento–para que un partido confirme su registro. Es decir, se dice que se quiere facilitar la participación individual en política, al tiempo que se dificulta la participación colectiva en las contiendas políticas. ¿A qué lógica responde ello? ¿A la que el ciudadano que participa él solo en política es virtuoso pero el que lo hace en una organización debe encontrar diques?
La argumentación para obstaculizar la vida de las organizaciones políticas minoritarias –es decir, las que es más fácil que empiecen a formar los ciudadanos que hoy no se identifican con los grandes partidos- es la siguiente: “Esta propuesta garantiza que un partido tenga una base ciudadana suficiente, y evita la suplantación de éstos por siglas que carecen de sustento y que además reciben recursos públicos”. Hoy todos los partidos que existen han tenido al menos 2 por ciento de los votos por ellos mismos. En el último proceso electoral, el partido que rebasó ese mínimo de manera menos holgada, Convergencia, obtuvo 822 mil votos de ciudadanos de carne y hueso. ¿No son base ciudadana suficiente 822 mil personas?
Tampoco el Ejecutivo explica por qué tiene la idea de que el Congreso no está funcionando, cuando prácticamente todas sus iniciativas han salido adelante –aunque con cambios, menores por cierto, como ocurre con la ley de ingresos y el presupuesto–.
Por las razones aquí expuestas, y en atención a la convocatoria del Presidente, mi conclusión es que ni el diagnóstico gubernamental es preciso ni las propuestas comentadas contribuirían a mejorar la calidad de nuestra democracia.
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