Los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en los Estados Unidos hace poco más de un año despertaron entusiasmo; había muchas razones para ello. La llegada al poder de Barack Obama invitó a ver con admiración cómo se modificaban las oportunidades y la imagen de la minoría afroamericana en aquel país. Difícil sacar de la memoria la lucha por los derechos civiles que ocurrió hace apenas unos decenios. Teniendo ese hecho en la memoria, la elección de Obama producía, necesariamente, regocijo. Había muchos otros motivos. La personalidad carismática del nuevo presidente, su pensamiento claro, la argumentación racional e inteligente y la voluntad de cambio. No fue superficial ni gratuito el compromiso de millones de jóvenes que se movilizaron para elegir a quien ofrecía ese cambio con “la audacia de la esperanza”. Sin embargo, el cambio no ha ocurrido y la frustración consiguiente ya está a la vista. La popularidad de Obama se ha desplomado y los resultados en el comportamiento electoral se han hecho sentir. La elección en Massachusetts del senador que debe sustituir al viejo liberal Kennedy recayó en un republicano casi desconocido. Como resultado, se ha perdido la mayoría demócrata en el Senado y se encuentra en peligro la aprobación de la reforma al sistema de salud, destinada a proteger a los millones de estadunidenses que se encuentran sin protección bajo el sistema actual. Es un proyecto favorito de Obama en el que tanto él como su partido han invertido inmensas energías y capital político. En el flanco externo, las cosas no van mejor. Se ha guardado silencio sobre la ratificación por el Senado del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, un paso significativo para hacer válido el compromiso con el desarme nuclear, proclamado por Obama en su famoso discurso de Praga. Las negociaciones con Irán se encuentran estancadas, lo que mantiene vivo el riesgo de una acción unilateral por parte de Israel contra las instalaciones nucleares en ese país. El envío de 30 mil tropas adicionales a Afganistán ha sido vivamente criticado por quienes advierten una contradicción entre haber aceptado el Nobel de la Paz y adoptar decisiones de guerra. ¿Qué ha cambiado?, se preguntan muchos. Poco o casi nada, es la respuesta. Tal es el escepticismo que reinó durante el segundo informe de Obama sobre “El estado de la Unión” pronunciado el miércoles 27. No es posible eludir la responsabilidad que corresponde al equipo de trabajo cercano al presidente, hábil para ganar la elección presidencial pero torpe para mantener el prestigio demócrata. No se puede, sin embargo, perpetuar el esfuerzo y los ánimos de campaña. En el primer año de gobierno de Obama el mayor obstáculo a los intentos de cambio ha sido, en primer lugar, la inercia de intereses económicos poderosos expresados a través de las filas republicanas. Allí están los banqueros que desde la reunión de Davos se apresuraron a descalificar las propuestas en el discurso relativas a la necesidad de imponer mayores regulaciones a las actividades financieras. Allí están los cabilderos de las grandes corporaciones farmacéuticas y de seguros que han bloqueado sistemáticamente la reforma en materia de salud. Ahora bien, uno de los obstáculos más intangibles pero más poderosos es la cultura de una sociedad que durante siglos ha confiado ciegamente en las ventajas del capitalismo, las fuerzas del mercado y el triunfo individual. Esos valores tan arraigados en la sociedad estadunidense no son cuestionados a pesar de la crisis económica desatada desde Wall Street. Las discusiones en torno al sistema de salud evidenciaron la fuerte oposición existente a través de todos los grupos sociales a la acción pública en asuntos que se consideran privados. Las críticas al “comunismo” de Obama por sugerir la participación del gobierno en los seguros médicos fueron tan irracionales como las de grupos fundamentalistas religiosos. Así es un alto porcentaje del electorado estadunidense; un hecho que no se puede ignorar. Dentro de las inercias que dominan la vida política en Estados Unidos se encuentra también la rapidez con que cambian las lealtades políticas. Un sistema político que trabaja en tiempos muy cortos, grupos de interés muy activos y medios de comunicación muy conservadores, es propicio a que se modifiquen rápidamente los ánimos. Si los resultados no son inmediatos, allí están las elecciones intermedias para cambiar la mayoría del Congreso. Una democracia que muchos admiran, pero que tiene efectos muy perversos cuando se trata de proyectos a largo plazo. El campo de maniobra para Obama durante los próximos tres años, agotadas ya las expectativas entusiastas que acompañaron su elección, es reducido. No será fácil obtener resultados que garanticen la reelección en 2012. La alternativa es inquietante. Los republicanos están decididos a bloquear sus iniciativas, con mayor ferocidad mientras más cambios al status quo proponga. Están listos al asalto para volver al poder a recorrer caminos que, sin duda, los han conducido al éxito en épocas pasadas pero, ahora, crisis económica y guerras perdidas de por medio, requieren de la nueva visión que con tanto éxito están combatiendo. Semejante panorama no es prometedor para México, uno de los países donde mayor impacto tiene lo que ocurre en el país del norte. Leer acertadamente lo que allí suceda y tomar por consiguiente las políticas más adecuadas para conducir la agenda bilateral es elemento central de la política exterior. No parece, sin embargo, que así se esté entendiendo.
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