Al señor Felipe Calderón le gustan los pleitos. No importa si los gana o los pierde, mucho menos si tiene razón. Tal parece que su vocación es subirse al ring cuantas veces sea necesario, aun cuando mienta explícitamente. Calderón se pelea con la mitad de los mexicanos que no votaron con él; se pelea con los empresarios que “boicotearon” su ley fiscal; se pelea con los premios Nobel de Economía que critican sus medidas financieras; se pelea con sus propios colaboradores, a quienes un día sí y otro también los amenaza con despedirlos. En fin, siempre tiene un pleito en ciernes. En medio de la tragedia de Ciudad Juárez, y de la ola de crímenes que azota a las ciudades fronterizas, Calderón prefiere pelearse con buena parte de los ciudadanos que optaron por un modelo de vida diferente al heterosexual y desean que sus derechos, incluyendo el matrimonio, sean reconocidos. La última perla del señor Calderón resulta una demostración no sólo de ignorancia jurídica –él que es egresado de la Escuela Libre de Derecho–, sino de prejuicio que se mete al clóset para no revelar sus verdaderas motivaciones. Cuatro días después de que le ordenara al procurador general de la República, Arturo Chávez Chávez, que interpusiera ante la Suprema Corte de Justicia una acción de anticonstitucionalidad en contra de la aprobación de las reformas al Código Civil capitalino que permiten los matrimonios entre personas del mismo sexo, Calderón justificó esta acción con los siguientes argumentos: “La Constitución de la República habla explícitamente del matrimonio entre el hombre y la mujer. “No hay intencionalidad política en la tarea que por disposición constitucional debe cumplir la PGR, que tiene la tarea, según la Carta Magna, de velar porque todo ordenamiento legal del orden federal o local esté apegado a la Constitución”. Entrevistado durante su gira por Japón, Calderón insistió que se trata “simplemente de un debate legal”. Tan simple que no se preocupó siquiera por leer el texto constitucional que cita. En la Constitución mexicana, en ningún artículo se habla explícitamente de que el matrimonio es una institución sólo entre un hombre y una mujer. Ni siquiera en el artículo 4o. mencionado por la PGR para justificar su alegato ante la Suprema Corte. Este artículo, en sus dos primeros párrafos, establece las siguientes garantías individuales: “El varón y la mujer son iguales ante la ley. Esta protegerá la organización y el desarrollo de la familia. “Toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos”. Por si fuera poco, el señor Calderón ignora olímpicamente el tercer párrafo del artículo 1 constitucional, que prohíbe todo tipo de discriminación: “Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil, o cualquiera otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. El texto de nuestro primer artículo constitucional es explícito y no deja lugar a ambigüedad jurídica. Se trata de eliminar cualquier mecanismo discriminatorio que niegue los derechos y libertades de las personas. Incluso, existe una instancia federal, la Conapred, responsable de vigilar el cumplimiento de este texto constitucional. Pero el debate no es sólo sobre artículos de la Constitución. Resulta todavía más ofensivo que Calderón ignorara a un destacado excolaborador de su gobierno, el doctor Jorge Saavedra, quien fungió como director del Centro Nacional para la Prevención y el Control del Sida (Censida). En una carta dirigida a Felipe Calderón y publicada en la sección Palabra de Lector, de la edición 1733 de Proceso, Saavedra no sólo defiende la legislación aprobada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, sino que le advierte al primer mandatario: “Quiero hacer de su conocimiento que miles de ciudadanos y ciudadanas que pertenecemos a la comunidad LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales) estamos realmente preocupados ante la posibilidad de que otra dependencia de su gobierno, la Procuraduría General de la República (PGR), presente una controversia constitucional ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación en contra de las modificaciones a un Código Civil local (del Distrito Federal), el cual ahora nos otorga un derecho más, el de matrimonio con posibilidades de adopción”. La respuesta a esta petición del doctor Saavedra –quien organizó y encabezó a nombre del gobierno federal, durante 2008, la cumbre mundial sobre VIH-Sida en la Ciudad de México– fue una bofetada digna de un gobierno que no asume ninguno de sus compromisos en contra de la discriminación. No se trata de un “simple debate legal”, como el señor Calderón quiere que lo veamos. Su gobierno, la dirigencia nacional y capitalina del PAN, y una corriente mayoritaria de la jerarquía de la Iglesia católica encabezan un auténtico linchamiento moral, claramente homofóbico y lesbofóbico, como han documentado y exhibido decenas de activistas y de analistas (en Proceso, la antropóloga Marta Lamas y la dramaturga Sabina Berman han dado argumentos notables sobre esta ola de prejuicios y mentiras). No hay matiz alguno en esta campaña de odio. En su edición de El Semanario, órgano de difusión de la arquidiócesis de Guadalajara –al mando del infaltable Juan Sandoval Iñiguez–, ésta equipara la posibilidad de adopción de niños por parejas del mismo sexo con los asesinatos, el narcotráfico “o cualquier otra actividad que ya se hizo común para muchos”. Ni las elucubraciones de Sandoval Iñiguez, ni la abierta campaña de Norberto Rivera en la Ciudad de México, ni los insultos del señor Onésimo Cepeda, ni todo el repertorio de jerarcas que han sobrerreaccionado como nunca lo hicieron ante las denuncias de pederastia y de acoso sexual en contra del señor Marcial Maciel o de otros ministros de la Iglesia católica, han merecido un mínimo llamado a la cordura por parte del señor Calderón. Por supuesto, el pleito no es con ellos, es por ellos. Y el señor Calderón olvida, una vez más, que gobernar significa practicar el difícil arte de la mesura, de la tolerancia y de la no discriminación.
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