lunes, 9 de noviembre de 2009

EL EDIL Y LA SOBERANÍA

BERNARDO BÁTIZ

La soberanía surge al finalizar la Edad Media como la centralización del poder antes disperso; cada ciudad, cada gremio, cada señor feudal tenían su propia fuerza armada, sus gent d’arme, que actuaban por separado y obedecían sólo a la entidad que los reclutaba y pagaba su “soldada”.
Al nacimiento del Estado moderno, el poder armado se concentró; primero, bajo la mano firme del monarca, y luego, al abrirse paso la democracia, cuando se proclama que la soberanía radica en el pueblo y no en el rey, el monopolio de la fuerza lo ejerce precisamente el pueblo por conducto de sus representantes y bajo el imperio de la ley.
Hacia el exterior la soberanía se traduce en independencia de cualquier otro Estado; hacia el interior, la soberanía es el poder supremo al que todos los poderes intermedios deben subordinarse. Sólo el Estado, que es el pueblo organizado política y jurídicamente, puede contar con fuerzas armadas, y éstas se hallan sujetas a las leyes. Es el control de la fuerza por parte de la autoridad y dentro de la ley, uno de los signos más claros de gobernabilidad; la aparición de grupos armados no sujetos al poder público o fuera de la ley es una muestra clara de ingobernabilidad y de descomposición social.
La presencia de grupos violentos, con cualquier razón o sin ella, fuera de las instituciones del Estado, no sujetos a las leyes, es ingobernabilidad sin más. No puede existir un gobierno que tolere compartir el ejercicio del poder efectivo que dan las armas, con grupos fuera de su organigrama, no sujetos a las leyes del mismo Estado; por eso, la delincuencia armada debe ser perseguida y sujeta a la normatividad jurídica; por eso también repugna que un presidente municipal, Mauricio Fernández, de San Pedro Garza García, proclame que para combatir a la delincuencia armará grupos de “rudos” fuera de las reglas de derecho.
Su desplante es muestra de la descomposición de la organización del Estado y confirma lo que se ha dicho y se ve: un gobierno no surgido de una elección inobjetable, sin respaldo popular, no ha podido gobernar realmente; cualquiera, empresas trasnacionales, un grupo de capitalistas impacientes, sus antiguos socios políticos, se le enfrentan y desobedecen o, como es el caso del edil de San Pedro, tan sólo lo ignoran.
Jorge Carpizo pretendió justificar el exceso en el ejercicio del poder presidencial, hablando de “facultades metaconstitucionales” del titular del Poder Ejecutivo; hoy, sus epígonos, quizás en forma inconsciente, tratan de justificar en un presidente municipal facultades más allá de la Constitución.
Si otras personas u otros grupos que sientan temor o se presuman amenazados tomaran una determinación como la del alcalde de San Pedro, continuaría deslizándose nuestro país hacia una abierta anarquía y los centros de poder se multiplicarían indefinidamente, destruyendo lo que queda de unidad a nuestro vapuleado Estado nacional.
Mauricio Fernández no es nuevo en política, tiene una larga trayectoria; tocó a don José González Torres, representante del PAN ante la Comisión Federal Electoral, defender su triunfo como diputado federal, que le fue arrebatado ilegítimamente por un candidato priísta de apellido Lobo, de Nuevo León, lo mismo que él, y también igual que él, del grupo más conspicuo de empresarios regiomontanos.
No aceptamos entonces –era otro PAN, en apego a la ética y a la ley– oír la propuesta del gobierno de De la Madrid de que escogiéramos algún otro distrito, porque el de Mauricio no lo reconocerían en modo alguno; ese era el que correspondía al partido y ese peleamos sin aceptar componendas ni cambalaches. Después, su carrera política ha ido en ascenso y su experiencia se ha incrementado. Por ello, no puede ignorar que la ley debe ser respetada y su imperio defendido; recuerdo al presidente municipal que ésa era la antigua cultura del partido de oposición, cuando hombres destacados luchaban en Nuevo León por la democracia y la legalidad; es hora de retomar sus lecciones: Pablo Emilio Madero, José Ángel Conchello, su propio padre Alberto Fernández Ruiloba, el doctor Gonzalo Guajardo, Herminio Gómez, quien aún sigue pe-leando las buenas causas; don Jesús F. Carlos, director de la excelente revista Civitas, defendían principios de legalidad, orden, justicia social y primacía del bien común sobre los bienes sectoriales; respetaban la dignidad de la persona y defendían la democracia, pero siempre eran sus propuestas pacíficas y basadas en la razón y el convencimiento, no en la fuerza.
Ciertamente, son otros tiempos y otros problemas, pero la acción motivada en principios, en especial ante situaciones tan graves como la que ahora afronta nuestro país, es una garantía de acierto; no es la violencia ilegítima, ni mucho menos tan sólo la violencia, la que encaminará al país hacia mejores derroteros; lo más importante es la educación, la justicia social, la promoción de la cultura, la técnica al servicio de la política y no a la inversa, y no sobrará tampoco, por supuesto, la integridad de los funcionarios públicos.

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